martes, 2 de agosto de 2011

Paul Bril y los ermitaños de Pedro de Toledo.


Desde la semana pasada Paul Bril (Amberes 1554) junto a otros pintores, forma parte de una exposición en el madrileño Museo del Prado. Dicha exposición ha vuelto a sacar a la luz la presencia en Villafranca de cuadros de este pintor flamenco. Mañana mismo día 3 de agosto Joan Bosch, el hombre que descubrió la autoría de dichos cuadros dará una conferencia en el teatro Villafranquino y desde el próximo viernes y según recoge la prensa, podremos ver reproducciones a tamaño real de siete de sus cuadros en diferentes puntos de la villa.

Os dejo aquí el estudio sobre los cuadros que Joan Bosch publicó en 2008:

En febrero de 1601, Don Pedro de Toledo, quinto marqués de Villafranca, contrató a Paul Bril,

Wenzel Cobergher, Willem I van Nieulandt y Jacob Frankaert I, pintores flamencos residentes

en Roma, para la realización de una serie de pinturas de ermitaños y una de «Huomini Illustri».

El artículo explica que treinta de las pinturas con anacoretas se han conservado en el monasterio

de la Anunciada de Villafranca del Bierzo y las analiza en el contexto de la concepción del paisaje

del Paul Bril de finales del siglo xvi.


Paul Bril, Wenzel Cobergher,

Jacob Frankaert I,

Willem I van Nieulandt

y los ermitaños de Pedro de Toledo,

V marqués de Villafranca

Joan Bosch Ballbona

joan.boschb@udg.edu

128 LOCVS AMOENVS 9, 2007-2008 Joan Bosch Ballbona

Una reciente campaña de investigación

en archivos romanos1 reportó, como un

obsequio precioso e inesperado, el hallazgo

del contrato notarial estipulado entre «Don

Pietro di Toledo Marchese di Villafranca de la

diocesi di Astorga et Generale delle Galere di S[ua]

M[aes]ta Catt[oli]ca N[ost]ro Sig[no]re del Regno

di Napoli» y cuatro pintores flamencos residentes

en Roma: «Vincenzo Cobarger, Paulo Brill,

Guglielmo de Terranova, presenti, et Giacomo

Franchert absente», el 23 de febrero de 1601. Es

decir, no hay ninguna duda, Wenzel Cobergher,

Paul Bril, y los bastante menos conocidos Willem

I van Nieulandt y Jacob Frankaert I. El pacto,

promovido por el quinto marqués de Villafranca,

Pedro de Toledo y Osorio († 1627), una figura

clave de la política y la estrategia militar española

en Italia, el Mediterráneo y el Atlántico, tenía

por objeto la realización de noventa cuadros de

ermitaños a razón de quince escudos por pieza

«secondo la grandezza de tre quadri che già sono

fatti di detti heremiti li quali restano in mano del

s[igno]r Dottor Fran[ces]co Strada», y la pintura

de cuatrocientos «quadri in circa d’Imperatori et

huomini illustri antichi»2.

Roma

El texto del notario valenciano Joan Jeroni Rabassa

prescribía que el encargo procediría con gran celeridad,

al fijar en el mes de agosto siguiente la fecha de

terminación, y que Wenzel Cobergher lo coordinaría

y supervisaría: «It[e]m che la distributione che

si devera fare affinche li detti novanta quadri siano

depinti da detti quattro sopranominati, la debba

fare il detto m[icer] Vinc[enz]o Cobarger come a

lui parera et li tre altri si debbano contentare della

detta distribut[io]ne et non recusarla in modo alcuno

». De hecho, Cobergher se haría cargo, él solo,

«di dipingere et fare a sue spese 400 quadri in circa

d’Imperatori et huomini illustri antichi a raggione

di quindeci giuli con la brevita del tempo che le sara

possibile» (apéndice documental).

El documento es muy valioso. Y no solamente

porque involucra a Paul Bril (Breda/Amberes,

1553/1554 – Roma, 1626), uno de los grandes

paisajistas de la época moderna, iluminándole

una intervención desconocida gracias, además, a

un detallado texto notarial —una tipología poco

habitual como punto de partida documental en los

estudios sobre este maestro, normalmente basados

en recopilaciones biográficas antiguas y en noticias

aportadas por libros de contabilidad, inventarios

de colecciones o la correspondencia de clientes y

coleccionistas. Este nuevo material notarial resulta

particularmente valioso al remitirnos a un conjunto

pictórico formidable, parcialmente conservado,

y porque enriquece las informaciones disponibles

acerca de los diferentes artistas de origen flamenco

instalados en la Roma de final del siglo xvi y

principios del xvii y de sus relaciones con la aristocracia

española. Así, el documento del notario

Rabassa es único, al certificar una colaboración

conjunta de estos cuatro autores. Hasta ahora, sólo

contábamos con noticias a propósito de la amistad

y los trabajos en colaboración entre Cobergher y

Frankaert el Viejo, y de una buena relación personal

entre Frankaert y Van Nieulandt I, que eran

casi vecinos en la via Paolina de Roma y que aparecen

juntos, con el editor de estampas Nicolaes van

Aelst, en una acta judicial del año 1608. En particular,

el encuentro entre Bril y Cobergher para compartir

un encargo es una novedad relevante, al igual

que la certificación del vínculo de ambos con el casi

desconocido Van Nieulandt I. Claro que el hecho

mismo de la colaboración entre diversos pintores

flamencos no ha de sorprendernos en absoluto,

habida cuenta de la fluidez de las relaciones entre

los artistas de esa nacionalidad Hendrik Vroom,

Tobias Verhaecht, Joos de Momper, Jan Brueghel,

Gillis y Frederick Valckenborch, Sebastiaen

Vrancx, Willem van Nieulandt II, etc.—, y muy

especialmente en el entorno de Bril, quien fue «an

important touchstone for the stream of young

Netherlandish artists making their requisite pilgrimage

to the artistic center of Italy»3.

Wenzel Cobergher (Amberes, 1557/1561 –

Bruselas, 1634), el artista que el contrato cita en

primer lugar y señala como responsable máximo

del encargo, además de serlo en exclusiva de la

ejecución de los cuatrocientos «Imperatori et huomini

illustri antichi», era un antiguo aprendiz de

Maarten de Vos, a quien el marqués pudo conocer

a la perfección durante la estancia italiana, ya que

entonces era uno de los pintores más importantes

del Nápoles de final de siglo. Como mínimo, el

marqués podía haber contemplado alguno de sus

numerosos trabajos en la capital partenopea, entonces

hirviente de actividad pictórica: la Aparición de

la Virgen y el Niño a Santo Tomás y a las dos santas

Catalina, de Santa Caterina a Formiello (1590); la

Resurrección, de San Domenico Maggiore (1594);

el Jubileo, de San Pietro ad Aram (1594); Los

preparativos de la Crucifixión, de Santa Maria di

Piedigrotta; etc.4. Por otra parte, y a diferencia de

Paul Bril, Cobergher sí había recibido previamente

un encargo de la nobleza española destinado a

la «exportación», puesto que pintó una Natividad

para el virrey Juan de Zúñiga, conde de Miranda,

destinada al retablo de la iglesia burgalesa de Santa

María de la Vid (1591-1592), integrado también

por una Presentación de Jesús en el Templo, de

Giovan Battista Cavagna (1591); una Anunciación,

de Fabrizio Santafede (1592); un Jesús entre los

doctores, de Girolamo Imperato, y una copia de la

Visitación, de Federico Barocci aún anónima5.

Si bien la responsabilidad máxima del encargo

la sostuvo Cobergher, la personalidad pictórica de

más entidad y la más próxima al tema de los ermitaños

es la de Paul Bril, el cual, hasta ahora, nunca

había aparecido vinculado a cliente hispánico

alguno. El compromiso con el quinto marqués de

Villafranca se produce a principios del año 1601,

cuando el pintor llevaba casi veinte años en Roma,

donde había elaborado frescos para el Collegio

Romano (1584), los Palacios Vaticanos (Sala

Ducale, Torre dei Venti, Galleria delle Carte Geografiche…),

el Palacio Lateranense (Scala Pontificale,

Sala di Costantino), la Basílica de Santa Maria

Maggiore (sacristía de la capilla Sixtina), la Scala

Santa —sus famosos relatos visuales sobre el bíblico

Jonás—, o el palacio del cardenal Girolamo

Mattei. Significativamente, como refiere Francesca

Cappelletti glosando a Karel van Mander, son los

años de la afirmación de Paul Bril en Roma, y, justamente,

del aprendizaje en su taller de Wilhelm

I van Nieulandt, «uno dei principali informatori

di Van Mander all’epoca del ritorno in patria, nel

1602»6. En aquel momento, Bril estaba culminando

los magníficos frescos de la Sala Clementina del

Palacio Apostólico Vaticano (1599-1601) y hacía

muy poco que había acabado uno de sus trabajos

más celebrados y emblemáticos, los frescos con

historias de ermitaños de la iglesia de Santa Cecilia

in Trastevere (1599): «Il 1600 è per Bril un anno di

grandi realizzazioni e di sperimentazioni che segneranno

la storia della pintura di paesaggio come

sistema decorativo»7.

En la capital papal, Cobergher era también

una de las figuras clave de la numerosa colonia

flamenca hasta su viaje a Amberes de septiembre

del año 1601 —justo después de la muerte de su

colega Frankaert el Viejo y un mes más tarde de

la fecha estipulada para la finalización de su pacto

con Pedro de Toledo— y su retorno definitivo a

Flandes a partir del mes de abril del año 1604. Tal

vez lo fue menos por la calidad de su pintura —una

versión convencional del tardomanierismo—, que

por su ambición teórica y por su faceta de experto

en arquitectura, arqueología y numismática8.

Jean Richardot de Morteau, el embajador ante la

Santa Sede de los archiduques Alberto e Isabel

de Austria, nos dejó de él esta instantánea: «En

la paincture, qu’est sa principale profession, il est

très excellent et est tenu pour ung des premiers

d’Italie. Ayant de ses tableaux abelly les principales

églises de Naples et Rome, et y at peu de maistres

qui le surpassent»9. Sin embargo, son pocos

sus trabajos romanos conocidos: una Pentecostés

para la capilla de Dirck van de Velde en Santa

Maria della Vallicella (1598, pero substituida en

el siglo xviii), un estandarte para la cofradía de

Santa Maria in Campo Santo dei Tedeschi (1600-

1601) y un Martirio de san Sebastián destinado a

la catedral de Amberes (actualmente en el Musée

de Beaux Arts de Nancy)10.

La relación personal entre Wenzel Cobergher

y Paul Bril debió de ser intensa, dado que el primero

apadrinó a Domenica, una hija de Bril nacida

el 1600 y, sin embargo, antes del descubrimiento

del contrato romano, no se tenía constancia de

ningún vínculo profesional entre ellos. Tan sólo

conocíamos una noticia documental a propósito

de la participación de ambos, junto al pintor

Cristoforo Roncalli, en la redacción del inventario

de Michele Bonelli, el cardenal Alessandrino,

en la Roma del año 1598. Wenzel Cobergher

mantuvo vínculos más durables y firmes con el

tercer pintor contratado por Pedro de Toledo,

Jacob Frankaert I o Jacob Frankaert el Viejo

o «Jacomo Francart fiammengo pittore»—

(Amberes, c. 1550 – Roma, 1601), un maestro

de obra pictórica desconocida instalado en Italia

desde 1585 y residente en la vía Paolina de Roma

hasta su muerte, en septiembre de 1601, justo un

mes después de la fecha de conclusión prevista

para las pinturas del marqués de Villafranca. Se

sabía que colaboró con Cobergher en Nápoles

desde el año 1591, que entre 1596 i 1598 se trasladaron

juntos a residir a Roma y que Cobergher se

acabó casando en segundas nupcias con Suzanne,

la hija de Jacob. Sin embargo, y aunque esto es

poco probable, no podemos descartar que el

socio de Bril, Cobergher y Van Nieulandt I, en el

encargo de los ermitaños del marqués fuera Jacob

Frankaert el Joven, dado que es conocida su presencia

en «l’entourage immédiat de Cobergher»

entre 1599 y 1601, aunque sus intereses se dirigieron

más hacia la arquitectura, hasta el punto que,

si bien vivió en Roma hasta 1611, no se conoce

ningún fruto pictórico de su estancia italiana y,

además, «Il faut admettre cependant une complète

ignorance de l’attitude de Francart vis-à-vis de

la peinture italienne»11.

La más incierta de las personalidades involucradas

en el encargo de Don Pedro es la de Willem

I van Nieulandt (Amberes, 1561? – Roma, 1626),

que habitó una casa en la vía Paolina próxima a la

de Jacob Frankaert y Wenzel Cobergher. Existen

muy pocas noticias de su actividad como pintor,

y ninguna lo vincula a una obra conservada. Si

bien Bodart llegó a afirmar hace unas décadas que

«On ignore complètement dans quel genre cet

artiste, que les archives romaines qualifiquent de

pittore”, exerça son métier. Fut-il paysagiste ou

peintre d’histoire, on ne sait», y Bert W. Meijer

se ha preguntado si pintó alguna vez paisajes12, su

nombre figura entre los maestros que realizaron

obras para la colección del cardenal Francesco

Maria del Monte —tres paisajes— y, con mucha

probabilidad, fue el autor de un ciclo de veinte

paisajes encargado por Ciriaco Mattei para su

villa Celimontana13. Ahora el documento del

notario Rabassa se pronuncia en idéntico sentido,

algo lógico teniendo en cuenta los dibujos de

paisajes referidos por el mismo Meijer, por K.G.

Boon y por Louisa Wood Ruby, quien recuerda

que «In fact, all the drawings ascribed to the

elder Van Nieulandt to date are landscapes in

Bril’s style» y que el documento que aportamos

certifica que, en efecto, se comprometió en un

encargo de ese género. Aparentemente, el nombre

italianizado que figura en el contrato romano

impediría confundirlo con su sobrino homónimo

llegado a Roma en 1602, según Karel van Mander,

para pasar un año en el taller de Bril. Un pintor

muy singular, porque, según Wood, mimetizó el

estilo de su maestro de un modo absolutamente

inusual, a diferencia de otros artistas influidos por

el característico estilo de Bril, que integraron en

el propio, «Van Nieulandt, however, continued

to work in Bril’s style for the rest of his life,

and continued to make prints inscribed P.Bril

Inventor as well»14.

De todos los cuadros solicitados por el marqués

una cantidad absolutamente inusual, indicativa

de un encargo propenso a la seriación y a la

ejecución expeditiva, especialmente en lo tocante

a los «hombres ilustres»—, el tema de la serie de

ermitaños resulta tan coherente con la trayectoria

de Paul Bril que induce a sugerir que la contemplación

de sus trabajos recientes sobre esta temática

pudo desencadenar esa parte de la propuesta.

En 1601, durante la campaña de restauración

de la antigua basílica promovida por el cardenal

Sfrondato, el flamenco acababa de realizar sus

celebrados frescos de paisajes con ermitaños

del corredor de la capilla de santa Cecilia en la

basílica de Santa Cecilia in Trastevere, mostrando

historias de la «renuncia al mondo in favore

dell’acesi e della meditazione, da parte di personaggi

esemplari le cui leggendarie peripezie si

erano svolte nei primi secoli del Cristianesimo»15.

Y pocos años antes (1595-1596), había pintado

Paisaje con Muzio y Paisaje con Anub (ambos en la

Pinacoteca Ambrosiana), nada menos que para el

cardenal Federico Borromeo —en el contexto de

los cuales Francesca Cappelletti sitúa la creación

de un Paisaje con san Pafnucio, del mercado anticuario

londinense, y de un Paisaje con ermitaño

escribiente, de ubicación desconocida16. El tema

del ermitaño solitario, ensimismado en meditación,

lectura o oración, casi escondido en un

frondoso y apacible bosque, atrajo también por

entonces los pinceles ilustres de Jan I Brueghel

(1568-1625), que plasmó esta variación del género

paisajístico en dos pequeños óleos sobre cobre

para el cardenal Federico Borromeo (ahora en

la Pinacoteca Ambrosiana): San Antonio leyendo

cerca de unas ruinas y El ermitaño Pablo de

Tebas (1595)17.

En cualquier caso, el compromiso con los pintores

flamencos es muy indicativo de la ambición

artística de este sector de la nobleza hispánica con

tantos lazos en Italia, y en concreto de la familia

de los Villafranca, profundamente italianizada a

lo largo del siglo xvi, a consecuencia de las largas

estancias del abuelo y del padre de Don Pedro,

respectivamente: Don Pedro de Toledo († 1552),

el mítico virrey de Nápoles, y Don García de

Toledo († 1577), hermano de Leonor de Toledo,

esposo de Vittoria Colonna († 1562) y figura clave

de las guerras contra el Turco. Lo es tanto por

el eco y la fama de Paul Bril o Wenzel Cobergher,

como por la potencia del encargo en sí, tan

moderno en su opción por un ciclo de paisajes

con figuras y tan próximo a la sensibilidad de

los grandes coleccionistas romanos del momento.

Nos encontramos, pues, ante un conjunto

singular e importantísimo, incluso a pesar de los

saqueos y las destrucciones que, como se indicará

más adelante, le amputaron dos terceras partes.

Fue una gran operación pictórica que acredita

el interés de Don Pedro de Toledo y Osorio por

la interpretación flamenca del novedoso género

pictórico del paisaje animado con escenas sagradas,

tan en auge en la Roma de finales del siglo

xvi y en la primera década del xvii. Y lo sitúa, a

pequeña escala, en la estela de los grandes prelados

y patricios romanos del momento: Benedetto

Giustiniani, Paolo Emilio Sfrondato, Frances -

co Maria del Monte, Asdrubale, Ciriaco y

Girola mo Mattei, Giovanni Giorgio Cesarini,

los Colonna o el mencionado Federico Borromeo,

que encargaron ciclos de frescos o adquirieron

trabajos de caballete de Paul Bril o de Jan

Brueghel18.

El legajo del Archivio Capitolino no da más

información sobre los ermitaños y los «Huomini

Illustri» para la «cuadrería» del marqués. Sin

embargo, entre las hipótesis a propósito de los

motivos de la empresa, cabría la de la vinculación

de los ermitaños al ornamento de una estructura

conventual que Don Pedro tenía entonces in

mente. Induce a pensarlo el hecho que, días antes

del contrato con los pintores flamencos y ante el

mismo notario Joan Jeroni Rabassa, «Don Pedro

de Toledo Marqués de Villafranca, Duque de

Fernandina y Príncipe de Montalbán» otorgase

una carta de donación de treinta mil ducados con

destino a la fundación de un colegio de jesuitas en

Villafranca del Bierzo que presidiría una iglesia

dedicada a la Natividad, en la cual «en su dia se

de la vela que la Compañía acostumbra a dar a los

fundadores de sus Collegios, la qual se me dará a

mi o a la persona que yo señalare y después de mis

días al señor que sucessivamente lo fuere de mi

casa o a la persona que el señalare». Los móviles

de una fundación que parece emular el ejemplo

del arzobispo Rodrigo de Castro en la cercana

Monforte de Lemos, también se ponían de manifiesto:

«por aver yo tenido de muchos años a esta

parte particular devoción con los Padres de la

Compañía de Jesús, y por aver visto y sabido el

mucho fructo que con su doctrina hasen en las

Çiudades y provinçias donde residen, he dessea

haser un Collegio de la dicha Compañía en la villa

de Villafranca [del Vierço] cabeça de uno de los

estados que tengo por ser lugar acomodado para

los ministerios de la Compañía y tener yo en su

entorno tantos vasallos, y no aver Collegio de la

dicha orden en casi veinte leguas a la redonda […]

y mas le daré luego sitio conveniente y capaz para

edificar el dicho Collegio con su Iglesia y ofiçinas,

huerta y escuelas que han de ser en la parte que yo

señalare o mandare señalar». Por ello, Don Pedro

no olvidaba fijar que los padres «enseñaran en el,

Gramática, una lección de Artes ordinaria, que se

hagan missiones, que se críen en letras y virtud a

los que quieren venir a ellas». Evidentemente, la

fábrica de la pía fundación exhibiría bien visibles

«mis armas en las partes que yo quisiere y no

otras ningunas y en las capillas asimismo no se

puedan poner ningunas sin licencia expressa mía,

o del padre general». Y aunque «es mi voluntad

que ninguno se entierre dentro de la capilla mayor

sino fueren los religiosos de la dicha Compañía,

tengo por bien que cuando algún cavallero de los

descendientes de mi casa, o alguna señora muger

de los tales quisiere enterrarse en ella como no sea

en el entierro principal que yo dexare señalado lo

pueda hazer con licencia de Padre General al qual

remito lo demás tocante a entierros y capillas de

la dicha Iglesia como lo ha y tiene en los demás

Collegios»19.

En este sentido, no parece casual que, unos

días después de la firma de esa donación y, significativamente,

un día antes de la convocatoria de

los maestros flamencos ante el notario Rabassa,

el «Illustrissimus et Excellentissimus Dominus

Don Petrus de Toledo Generalis Tirrenium Sacre

Cattolice et Regie Maiestatis Domini Nostri

Regni Neapolis», en el palacio romano del duque

de Sessa, autorizase a Don Jaime de Palafox,

camarero secreto de su Santidad y clérigo natural

de la diócesis de Sigüenza, a contratar cualquier

género de «lapicidis, pictoribus, aurificibus et

aliis artificibus super ornamento, lapidum, pictorarum

et ornamentarum conficiendorum pro

fabrica cuiusdam capelle quam ipse domino Don

Petrus fabricare et stimi facere intendit et promittendum

pro eorum precio et mercede quicquidei

placuerint et bene visum fuit et ipsum Domino

Don Petrum eiusque bonam»20. Teniendo en

cuenta que, un día después, el propio Don Pedro

firmaba el contrato de las pinturas de ermitaños

y hombres ilustres, la lógica de la secuencia de

los acontecimientos induce la hipótesis que al

menos los ermitaños pudieran tener como destino

primero la devota fundación del marqués en su

feudo natal.

Sin embargo, la donación a favor de los jesuitas

nunca se concretó, a pesar de que el acta notarial

contenía expresiones tan contundentes como

«prometo de lo mantener ansi y cumplir y no

yr ni venir contra ello ni parte d.ello ahora ni en

tiempo alguno, y para mayor validaçion renuncio

cualquier ley y leyes en especial y General con la

de ingratitud y mal engaño que contra ello hagan,

y la que excluye General renunciación deyes, y a

mayor abundamiento de la insignuaçion que en

donación de causa pía como esta es no la tengo

por necess[ari]a y si lo fuere doy al d[ic]ho

Padre Provinçial o a otro cualquier religioso de la

Comp[añi]a poder bastante e irrebocable para

insinuarla». Los afanes píos del marqués no decayeron

en absoluto, pero mudaron pocos meses

después, muy probablemente a remolque de las

in tenciones religiosas de su hija, María de Toledo

y Mendoza. Mientras en Italia el marqués daba los

primeros pasos para una fundación jesuítica, en

Villafranca su hija abrazaba la vida conventual,

primero en la Concepción de Villafranca y desde

el año 1606 en la fundación paterna de la Anunciada

donde se convertirá en sor María de la Trinidad

(1581-1631).

Sanlúcar de Barrameda

Sin duda, los avatares de María de Toledo fueron

determinantes en el cambio de parecer del marqués

y, en definitiva, en el cambio de destino de

aquella donación pía. Sobre todo cuando, el 18 de

noviembre de 1604, él y su hijo García de Toledo

firmaban las escrituras de fundación del nuevo

convento de clarisas descalzas de la Anunciada,

que, año a año y fatigosamente, crecería poco

a poco partiendo de las antiguas dependencias

del Hospital de Santiago. En su iglesia, el año

1619, Don Pedro consiguió depositar el cuerpo

embalsamado de su amigo el capuchino Lorenzo

de Brindisi, fallecido durante una estancia diplomática

en Lisboa21. Un año más tarde, el marqués

abandonaba la primera línea de la política imperial,

se retiraba a Villafranca del Bierzo y, mediante

escritura de donación datada el 24 de septiembre

de 1620, sancionaba la ofrenda al convento

de «la plata, hornamentos, quadros y mas bienes

[…] para el adorno de la ysglessia y culto divino

del dicho convento cuyo fundador y patron hes

su Excelencia»22. Es decir, de los regalos que había

ido haciendo al convento desde hacía dos décadas,

ya que, en el inventario, muchas de las piezas

constan como si llevaran tiempo en las dependencias

monacales.

Gracias a esa escritura, pasaban a ser patrimonio

del monasterio de sor María de la Trinidad,

cuadros, grabados, esculturas, relieves y relicarios

con reliquias «notables», además de complementos

para la liturgia o el adorno conventual

(portapaces, frontales, casullas, candeleros, atriles

de plata…). Por ejemplo: «todos los cuadros que

sirven de retablos menos el de la Encarnación

y santos de la horden», «siete laminas con sus

viriles guarnecidas de évano y plata, la una de

tres cuartas de alto en qu.esta pintado el Juicio,

es esta lámina de grandissimo precio y la guarnición

muy linda de évano y plata», «dos cristos de

bronze dorado con cruzes y pies de évano, el un

pie con ángeles de bronze dorado con passos de

la Passión yluminado, el otro pie con la madre de

Dios, san Juan y la Magdalena con dos profetas,

todas las figuras de bronze dorado y passos de la

Passión de marfil», «la Madre de Dios y los doze

apóstoles de alabastro y Christo nuestro señor»,

«un Ecce Homo y Madre de Dios devotisimos»,

«cuarenta y quatro medio cuerpos de vulto, los

quatro grandes todos con reliquias y los veinte

y uno dorados», «quatro hermitanos de bulto de

talla barnizados», «ciento y treinta y dos hermitanos

chicos en lamina guarnecidos de évano»,

«quatro cuadros de devoción grandes», «un quadro

grande que está en el coro del Descendimiento

de la cruz», «un Christo grande que está en el

coro con la Magdalena a los pies», «un quadro

grande del Salvador que está en el dormitorio»,

«otro quadro grande que esta en la capilla de la

escalera, del Nacimiento», «el quadro grande de

la Cena que esta en el refectorio», «otros cinco

cuadros de no tan buena pintura que están repartidos

en el relicario y dormitorio» y «otra lámina

de plata toda del Descendimiento de la cruz

de medio relieve». No faltaban, claro, nuestros

«noventa quadros de hermitanos grandes para la

iglesia», sin duda los noventa lienzos encargados

a los pintores flamencos en 1601, y finalmente

tan apropiados para el mundo aislado y recoleto

de las monjas consagradas a la oración —tal vez

incluso más que para la orden más mundana de

los jesuitas. Todo ello quedaría en el monasterio

«para siempre xamás», ya que el acta fijaba que

«dicho convento y abadessa y monjas del que

ahora son y adelante fueran en ningún tiempo del

mundo no puedan dar, vender, trocar, enagenar ni

prestar ni empeñar».

Llegados a este punto, los datos empiezan a

inducir la identificación de las pinturas romanas

con los lienzos donados al monasterio berciano,

una parte de una «quadrería» acumulada por el

quinto marqués durante su estancia en Italia: el

documento romano, la temática de los cuadros,

su destino final —el convento en el cual profesó

la hija de los marqueses— y el hecho que aún

hoy el monasterio de la Anunciada conserve un

importante ciclo de pinturas de buen formato con

representaciones de ermitaños. Se trata de treinta

óleos que superaron los saqueos y las destrucciones

acaecidos durante la guerra napoleónica

entre 1809 y 1810, causados por las sucesivas

ocupaciones francesa e inglesa de Villafranca y del

monasterio, sin olvidar los provocados durante el

periodo de la Desamortización23.

Sin embargo, para que todo encaje —y para

convencernos de que todo encaja—, aún necesitamos

datos probatorios de que el contrato romano

llegó a buen término y, en caso afirmativo, alguna

información acreditativa del traslado de las pinturas

a Villafranca. Por fortuna, en la documentación

del Archivo Ducal de Medina Sidonia quedó

constancia de ambas vicisitudes. De la primera,

gracias a un interesantísimo inventario redactado

en Nápoles, seguramente el 7 de mayo de 1602,

que detalla algunos bienes y obras de arte que el

quinto marqués se disponía a enviar a su patria.

De la segunda, porque contamos con las listas del

cargo de las galeras Napolitana, Dell’Alba, San

Filippo y Santa Bárbara, que transportaron «quadri

», «tapessarie», «marmi», «pietre de guarnire

cappelle», «reliquie», «croci», «vetri indorati» al

puerto de Cartagena, y la relación de las cajas desembarcadas

que diversos carreteros trasladaron

desde aquel puerto mediterráneo hasta Villafranca

del Bierzo.

El precioso inventario del 7 de mayo no sólo

certifica que los «novanta quattro quadri di tela

di hermitaggi venuti da Roma in nove casse» ya

habían llegado a Nápoles, sino que representa la

primera descripción de las colecciones artísticas

acumuladas hasta entonces por Don Pedro de

Toledo o, mejor dicho, de una parte, ya que cabe

suponer que había más cuadros, esculturas, tapices

y objetos suntuarios que continuarían decorando

los espacios napolitanos o romanos de su

propiedad. Obviamente, hay muchas presencias

artísticas destacables en esa documentación, y en

otro estudio me ocuparé de ellas, ya que es probable

que algunas pasasen, como los cuadros de

ermitaños, a espacios del monasterio de la Anunciada

cuando éste se edificó. Ahora debemos

subrayar con énfasis que, en una de sus entradas,

aparezcan también los «Trecento et tre quatri

simili con diverse teste» que han de corresponder

a la parte finalmente elaborada del encargo a

Wenzel Cobergher de las cuatrocientas pinturas

«in circa» de «Imperatori et huomini illustri

antichi». De toda manera, es difícil referirse al

documento sin avanzar de inmediato que se trata

de una piedra angular para la edificación de una

potente imagen de la familia de los Toledo de

Villafranca como amantes de las artes y los objetos

suntuosos. Esta imagen se empezará a sugerir

a medida que este artículo avance y se definirá

en un próximo trabajo, pero en este punto ya es

evidente la fascinación que produce saber que,

entre aquellos objetos, además de las pinturas,

había esculturas antiguas —o de tema antiguo—,

libros con imágenes «di figure di eremitagi di

cento figure con una coverta di coyro» o de la

«passione di Nostro Signore», «trenta imagine

de rame di santi eremiti», variadas estampas de

temática sagrada, diversas pinturas sobre jaspe

e imágenes y relieves de plata o marfil con personajes

como san Juan Bautista y escenas, por

ejemplo, de la Natividad, de la «Ascentione di

Nostro Signore con li apostoli con suo cristallo

tutta guarnita di fiori d’argento bianco indorato

con una croce di sopra con sette incasce per reliquie,

et dui angeli d’argento maggioria lli latti

dell’imagine», o del Calvario formado por «una

Croce d’ebano grande guarnita lignacoli pitatti

di figurine et argento con uno Christo di bronzo

indorato con la Madalena in piede di bronzo

et uno policano d’argento sopra la croce con la

scrita INRI d’argento indorato con la corona di

spine i argento et con il monte della croce con

Nostro Signore, San Giovanni Battista et doi

profeti di bronzo indorati et nel monte diverse

figure con guarnitione d’argento»24.

El resto de las noticias referidas al traslado de

estas obras señalan que los agentes del marqués

en Italia las cargaban en las galeras hacia el 12

de mayo de 1602. En particular, nos interesa el

cargo de la Del’Alba, porque era el navío encargado

de llevar las «Casse tre de quadri di eremiti

segnati nº 21, 22, 23»25. Que se trataba de los 94

cuadros de ermitaños de los pintores flamencos

queda confirmado por los inventarios del mismo

cargamento redactados el 21 de septiembre, una

vez que las naves lo entregaron sano y salvo en

Cartagena. Son listados pormenorizados de los

bienes y ornamentos enviados por el quinto

marqués, en el cual reaparecen las «tres caxas de

nº 21, 22 , 23, van los hermitaños. Son 94 quadros

los hermitaños [indicado en el margen izquierdo]

». También se desembarcaron en España cajas

llenas de mármoles, antigüedades o piezas «a la

antigua», como «tres estatuas de mármol», «una

fortuna y un cavallo de Campidolio de Bronze»,

«estatuas de bronze», «doze testas de mármol de

emperadores y quatro figuras de alabastro con

sus asientos de lo mismo son las que se compraron

en Liorna», «tres mesas de mármoles»,

«tablas de mármol», «las tres mesas de mármol

que se compraron en Liorna»; otras llenas de

cuadros como «las santas Potenciana y Prexedia»,

«un canon de estaño con quadros y un centauro

de bronze», «quadros grandes» y «dos quadros

de ébano con figuras de Nuestro señor y otros

dos similes de Nuestra Señora y mas otros dos

quadros similes», «quadros de diversas testas»

y «los quadros de la destruyción de Troya». Así

mismo, las naves entregaron una caja de reliquias

y otras dos con «las testas de Reliquias», una

tapicería «con la historia de san Joseph que son

17 paños», «la tapicería de Malta», cuatro cajas

con «los modelos de la Yglesia», «los órganos»,

diversos escritorios de ébano, espejos, «Agnus

Dei», vidrios comprados en Nápoles y Barcelona,

«piedras pintadas» y nueve cajas, «los nº

1,2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 van en ellas las piedras de

mármol para labrar la capilla». Finalmente, otro

memorial adjunto indica que todo acabó siendo

trasladado en carro hasta la capital berciana de

Don Pedro26.

En fin, este fluir y entrecruzarse de datos e

interpretaciones garantiza la identificación de

los lienzos de la Anunciada con noventa de los

noventa y cuatro ermitaños realizados en Roma

por los autores flamencos —otros cuatro debió

de reservárselos el marqués. Y, simétricamente,

exige desmentir algunos datos conocidos y

publicados hasta hoy a propósito de las pinturas

de la serie de los ermitaños atesorada en el

monasterio berciano. Recordemos que, antes

de la localización de las noticias precedentes, la

única referencia documental invocada en relación

con las pinturas la publicó Don José María

Voces Jolías, el autor de la primera lectura histórico-

artística de los ermitaños, que incluía las

primeras imágenes de algunos de los cuadros.

En el contexto de su valioso libro sobre el arte

en el Bierzo durante el siglo xvi, él interpretó

de la siguiente manera una información documental

obtenida en el Archivo Ducal de Medina

Sidonia, pero no transcrita en su libro: «Oficialmente

la fundación del nuevo convento [se

refiere a la Anunciada] no se realizó hasta 1606,

dando tiempo para adecentar el antiguo edificio.

Así en 1599, deseando el marqués dar ambiente

monástico al antiguo hospital, hace venir de

Italia al pintor romano Jusepe Serena para que

pinte una colección de cuadros de ermitaños; a

dicho pintor se le entregan algunas cantidades en

el mismo año de 1599. No consta en documento

alguno el tiempo que emplea Serena en realizar el

trabajo encomendado; pero sin duda se prolonga

durante varios años debido al abundante número

y al gran tamaño de los cuadros realizados, más

de dos docenas; que se reparten por la iglesia,

sacristía, coro y demás dependencias del convento

de la Anunciada»27.

No obstante, la transcripción completa y la

lectura atenta del contenido del breve documento

guardado en la casa de Medina Sidonia desmiente

la decidida asignación de la serie de ermitaños a

Jusepe Serena:

En el a[ñ]o de 1599 traxo el Vº Marq[ué]s de

Villafranca D. P[edr]o de Toledo, un Pintor

ital[ian]o de Roma, llamado Jusepe Serena,

Pintor [tachado] con el q[ua]l hizo un contrato

p[ar]a q[ue] pintase baxo sus órdenes.

[en una caligrafia diferente y claramente posterior:]

En la Igl[esi]a de la Anunciada, de Monjas

Fran[cis]cas Recoletas de Villafr[anca] hay

una colecc[i]ón de Hermitaños, q[ue] debe ser

del mismo Serena. Carta de Fr[ancisco] Ju[an]

de Olivares, f[ec]ha en Salam[an]ca a 4 de

Ag[os]to de 159928.

Es decir, el documento del archivo ducal

no debe interpretarse como una carta de pago

a Jusepe Serena a cuenta de la pintura de los

cuadros de ermitaños, ni ofrece ninguna indicación

concluyente que permita atribuírselos.

Su segundo párrafo es una anotación añadida

a posteriori por uno de los archiveros del marquesado,

con objeto de registrar la existencia de

una carta redactada en 1599 por Don Francisco

Juan de Olivares, en la cual, como ahora diré, no

consta ningún vínculo de Serena con los cuadros

de ermitaños. El vínculo citado en la segunda

parte es fruto de una suposición del anónimo

archivero, quien, ante el contenido del documento,

formula la «hipótesis» de una relación

entre aquel pintor y algunos cuadros guardados

en las dependencias de la Anunciada. En realidad,

no consta ningún vínculo de Jusepe Serena

con algún trabajo específico para los marqueses,

y mucho menos con las piezas destinadas al

monasterio de la Anunciada, la existencia misma

del cual nadie imaginaba el último año del quinientos.

En efecto, tampoco la carta de Don Francisco

de Olivares nos ofrece indicación alguna en tal

sentido. Sólo relata que el marqués de Villafranca

intentaba contratar al italiano, al cual «truxo

a España el conde de Alva», y que el pintor le

pedía «por un año trescientos ducados y dos

raciones para si y un criado que le a de ayudar a

moler los colores que no le escusa, cassa y cama

como criado». De aceptar, Serena serviría en

exclusiva los encargos de Pedro de Toledo: «no

pidió un solo día para si, sino se ofrece a trabajar

en este año a contento de Vuestra Excelencia».

Algo que, para el correspondiente, valía la pena,

dado que «de lo que todos me aseguran es del

primor de sus obras»29. De hecho, ni tan siquiera

tenemos constancia expresa que las tratativas de

los agentes del marqués —uno de ellos el escultor

tardomanierista Juan de Montejo— obtuvieran

el resultado deseado y que la duquesa de

Alba accediera a la «cesión» de su pintor30.

En octubre del 1599, el tema de su contratación

aún coleaba. Juan Gómez de Figueroa

informaba a Don Pedro que «Serena» continuaba

pidiendo «de salario quarenta mil maravedis

cada año ración a el y a un moço que le servia

principalmente en el ministerio de pintar todo

lo que es para Vuestra Excelencia dandole matizes

o colores», que seguía ofreciéndose a «yr al

alvedrio de Vuestra Excelencia porque va mas

por el favor y amparo que Vuestra Excelencia

le ha de hazer que por el interes y por puro

interes yo sé que no fuera». Pero añadía que el

pintor «no acabava de resolverse», y dudaba si

abandonar la sombra protectora de la Casa de

Alba, donde vivía «a regalo», sin olvidar —si

interpreto correctamente esta parte del documento,

ahora bastante deteriorada— que los

Alba reclamaban una importante compensación

de «quatroçientos reales» en contraprestación

a no dificultar un traslado del maestro que «le

haira mucho»31.

Por lo tanto, no sólo los materiales archivísticos

inéditos aportados, sino también la revisión

del documento conocido, evaporan la tradicional

atribución a Jusepe Serena de la serie de paisajes

con ermitaños de la Anunciada. Aún si no existiera

la documentación romana, con los datos del

archivo ducal en las manos, Serena no resultaría

un candidato más consistente a la autoría que,

digamos, el pintor toledano Francisco de Alcántara,

llamado el 1604 «por el Señor Marqués de

aquel Estado para que pintase lo que se ordenará»

y «para traer su casa a esta villa para asistir en ella

en mi servicio en todo yo le hordenaré en dicho

ministerio de pintor». Ni sería una opción mejor

a la paternidad de los ermitaños de Villafranca que

la del asturicense Cristóbal Castillo de Hinojosa,

que estaba trabajando para el marqués en la villa

de Matilla [de Arzón (?)], desde donde, el 23 de

octubre de 1604, enviaba una solicitud para que se

le comprase «en casa de Paez pintor en la plaça de

Balladolid», «lo que.s menester para la pintura»

de «[…] los doçe cuadros que manda don Pedro

mi señor que se agan»32.

Llegados a este punto y salvado el antiguo

obstáculo de la noticia relativa a Jusepe Serena,

la peripecia de la serie de ermitaños del marqués

Don Pedro resulta ya diáfana; desde la intervención

del equipo de Wenzel Cobergher, Paul

Bril, Jakob Frankaert y Willem I van Nieulandt

hasta su llegada a Villafranca y su entrega y posterior

donación al monasterio berciano. También

quedan relativamente claros los avatares de los

trescientos tres «Hombres Ilustres» que realizó

Wenzel Cobergher. Gracias a los inventarios post

mortem de los bienes que Don Pedro de Toledo,

sabemos que la mayor parte de los retratos de

medio cuerpo llegados de Roma se instaló en el

palacio fortaleza de Villafranca. Da fe de ello la

«Noticia de los Retratos que existían en el Palacio

de Villafranca al tiempo que murió el Excelentísimo

Señor don Pedro de Toledo Vº Marques de

aquel estado, según resulta del inbentario hecho

por orden de su hijo don García en 19 de agosto

de 1627», que cita «cinquenta y cinco retratos de

medio cuerpo de diferentes personas con marcos

de madera», «doce retratos de Emperadores

romanos de medio cuerpo», «Ciento y seis retratos

de Pontífices y Cardenales y de otras personas

eclesiásticas de medio cuerpo» y «ciento y

quarenta y quatro Retratos de Reyes, Capitanes,

Emperadores y otras personas, de medio cuerpo».

Desgraciadamente, es muy probable que la serie

de «Huomini Illustri» de Wenzel Cobergher acabara

desmembrada y dispersa a raíz de la almoneda

de los bienes del quinto marqués celebrada en

Madrid en mayo de 1636, convocada para pagar a

los acreedores de Don Pedro33.

Villafranca del Bierzo:

la Anunciada

Así, de los noventa y cuatro ermitaños realizados

por Cobergher, Bril, Frankaert y Van Nieulandt

I, noventa fueron donados al monasterio de sor

María de la Trinidad. Y allí sobreviven treinta de

ellos, el conjunto no pequeño que ha superado

el paso del tiempo esquivando los saqueos y las

devastaciones sufridos por el convento durante

las guerras napoleónicas y la Desamortización.

En cambio, se perdieron los «ciento y treinta y

dos hermitanos chicos en lámina guarnecidos de

évano», veinticuatro de los cuales eran anacoretas

femeninas, que figuran en el acta de donación

del 1620 y en un inventario de las estampas

regaladas «por el Excelentísimo don Pedro de

Toledo Osorio marqués de Villafranca, sacadas

de los cinco libros de los hermitaños» conservado

en el archivo del monasterio. Se trataría, claro

está, de las láminas —todas excepto los grabados

de las portadas— integradas en las cuatro series

que Maarten de Vos (1532-1603) —«the most

prolific print designer of his generation»— y

Johannes I y Raphael I Sadeler dedicaron a este

tema, la Solitudo sive vitae patrum eremicolarum

(1585-1586), compuesta de un frontispicio

y veintinueve láminas; la Sylvae Sacrae.

Monumenta sanctioris philosophie quan severa

anachoretarum (1593-1594), que agrupaba un

frontispicio y otras veintinueve hojas ilustradas;

la Tropheum Vitae Solitariae (Venecia, 1598) con

su portada y sus veinticinco estampas, y, finalmente,

la Oraculum Anachotericum (Venecia,

1600), formada por la estampa alegórica del título

más veinticinco de ermitaños. Completaban el

conjunto las veinticuatro láminas de la Solitudo

sive vitae foeminarum anachoritarum —faltaba

la estampa frontal—, basadas en invenciones de

Maarten de Vos pero grabadas por Adriaen y

Johannes Baptista Collaert y Cornelis Galle y

acompañadas de versos latinos compuestos por

Cornelis Kiliaan34.

No debemos pensar en esas ciento treinta y

dos láminas del marqués como meras estampas

de papel adquiridas a un impresor o a algún

librero, y seguidamente coloreadas, ya que la

correspondencia de Don Pedro con su agente

romano Alonso de Torres Ponce de León indica

inequívocamente que se trataba de láminas

de cobre pintadas, puesto que se refiere a ellas

como «Los rames de Hermitaños». En total, se

debieron encargar tantos cobres como estampas

de la serie, como sugiere la carta de 30 de diciembre

de 1617, que, aún sin desvelar el nombre de

sus autores, indica que, curiosamente, se trataba,

una vez más, como en el contrato de 1601, de

cuatro flamencos: «De los cinco libros de los

hermitaños los tres están casi acabados y con

brevedad se acabaran los otros dos pues trabajan

en ellos quatro pintores flamencos aquí en casa y

plazeran que son alegres y el precio acomodado,

y en acabándose los embiaré con sus cornizes

que de otra manera se gozarian mal»35.

Contemporáneamente, un tal maestro Sigismondo

o «Sigismondo pintor»— comparece

en esa correspondencia, vinculado a la elaboración

de pinturas de temática religiosa sobre

jaspes. A veces es mencionado tan elogiosamente

como en la carta de 2 de diciembre de 1617:

«Sigismondo pintor que creo Vuestra Excelencia

tiene noticia que es de los mejores de Roma

y sus pinturas muy apacibles […] tiene hasta

diez o doze láminas de la medida griega que es

del tamaño del papel blanco que va en ésta [en

efecto la carta guarda aún la hojita de papel] son

excelentes aunque un poco caras que no quiere

menos de quinze escudos por cada una d.ellas

pero pueden presentarse a qualquier Principe y

tenerlas qualquier señor; si Vuestra Excelencia

gustase que se compren me lo avise que procurare

regatear lo mas se pudiese». Lamentablemente,

no todas las piezas respondieron siempre

a la expectativa más alta: «Las pinturas de los

jaspes no han salido muy a mi gusto y assí no

me he determinado de tomarlos todos los que se

han hecho sperando que se acaben otros de mas

satisfacción y es cierto que cuando los jazpes son

exquisitos se pueden sufrir que las pinturas no lo

sean tanto, aunque yo soy de opinión que esto

se ha de regular según en lo que se ubieren de

emplear, procurare que Vuestra Excelencia sea

servido lo mejor que se pudiere»36.

Se trataba, sin duda, de obras del pintor bávaro

Sigismondo Laire —o Leyrer—, discípulo de

Franz van Kasteele, citado en las Vite de Giovanni

Baglione, documentado en Roma entre

1593 y 1639 y miembro de la Compagnia dei

Virtuosi al Panteon desde el año 1600. El «Gismondo

Todesco» recordado por Caravaggio en

su célebre declaración de 1603 entre los «vallenthuomini

» de su oficio que conocía y respetaba.

Era, como proclaman los documentos que lo

vinculan a nuestro marqués, un experto miniaturista

especializado en la lujosa técnica de pintar

sobre «pietre dure», como Antonio Tempesta

o Jacopo Borbona. Había comenzado haciendo

pequeñas imágenes de devoción pintadas

sobre cobre que tuvieron un gran predicamento

entre los jesuitas españoles que marchaban a las

Indias. Más adelante, dice el Baglione, «Dipinse

per diversi Principi, e Principesse, e molte volte

dipingeva in gioie diverse, como Lapislazero,

Agate, Smeraldi, Crognole, et altre cose; e diverse

storie piccole vi sprimeva, degne d’esser vedute,

et ammirate. E talvolta fece in spatio, quanto

un’unghia del dito piccolo, storie di otto, e dieci

figurine insieme, che non mancava loro cosa

alcuna, e formate con tanta vaghezza, e polite,

e con diligenza sì estrema condotte, che la vista

ordinaria a discernerle non bastava», además de

bordados con temas religiosos, como los fabricados

para el cardenal Francesco Barberini37. Fue

un «nome senza opere» hasta que Anne Laure

Collomb conectó las noticias italianas con la

bibliografía hispánica relativa a la presencia de

pinturas sobre «pietre dure» de Laire, Antonio

Tempesta o Jacques Stella en las colecciones

aristocráticas españolas. En particular, la autora

subraya la asociación entre el Laire «romano» y

el «Sexismundo» de la cincuentena de pinturas

sobre piedra de la colección del duque de Pastrana,

Don Ruiz Gómez de Silva de Mendoza y

de la Cerda, mencionadas en 1624 y 1625, con

la Encarnación —firmada «Sigismundus Leyrer.

Roma an. 1594»— y la Resurrección sobre ágata

del monasterio de la Encarnación de Madrid.

Parecía que eran las únicas piezas conservadas

que se le podían asignar con seguridad, hasta la

publicación de Aurelio A. Barrón a propósito

de Don Juan Fernández de Velasco, duque de

Frías y Condestable de Castilla, y su mujer

María Girón, clientes devotos del bávaro, ya que

le encargaron diversas miniaturas para decorar

su colección de relicarios en 1610, legada en

parte al monasterio de Santa Clara de Medina de

Pomar. Allí se conserva de su mano un suntuoso

viril decorado con el rostro de María y otras

miniaturas, como una Nuestra Señora y el Niño

Jesús dormido, una Anunciación, una Coronación

de María, un San Gregorio y un San Bernardo

amamantado por la Virgen, que se le pueden

atribuir38.

A principios del 1618, salían hacia Milán la

mayoría de los jaspes pintados por Sigismondo

Laire con escenas de temática religiosa y las

láminas de cobre —los rames— con la serie completa

de ermitaños sadelerianos: «Embio con la

conducta de Milán dos caxas con ciento y treinta

y dos láminas de los hermitaños con sus cornizes

de pero y con esta va la memoria de ellos y assí

mesmo otra caxa y dentro de ella una lamina del

Desposorio de Santa Catherina y tres piedras una

de alabastro con la Adoración de los Reyes muy

bien acabada, otra de alabastro trasparente del

bautismo de san Juan bien conforme a lo natural

de la piedra, otra de color con una Magdalena

bien apropiada al campo de la piedra, y es mano

de Jacomino [Jacopo Borbona ?] y las tres primeras

de Sigismundo que en la de los reyes ha

puesto su nombre, diziendo que es todo lo que

el save». Don Alonso acaba con una cruel pero

valiosa observación sociológica sobre los artesanos

a su servicio: «Otras dos piedras por no

estar del todo enjutas no van agora que los pintores

son caprichosos y no trabaxan sino quando


Los ermitaños de la Anunciada:

«Piuttosto una bella maniera

di far paesi, che una perfetta

imitazione de “veri paesi”»


Con tantas indicaciones y una base documental

tan sólida, la identificación de los ermitaños

representados en los treinta cuadros que hoy

día aún custodia el monasterio de Villafranca del

Bierzo resulta un ejercicio bien sencillo, dado

que, además, los autores copiaron en los reversos

las inscripciones conteniendo breves notas biográficas

que figuran al pie de las láminas de aquellos,

a menudo, legendarios personajes —aunque

hoy en algunos están ocultas. En efecto, dada la

firmeza del vínculo de las pinturas con cuatro de

los cinco libros ilustrados de los Sadeler, queda

claro que de las treinta telas de la Anunciada,

siete corresponden a la Solitudo (los dos Johannes

[Juan el Ermitaño, Juan de Lycos], Didymus

[Dídimo], Helias [Elías], Eulogius [Eulogio],

Evagrius [Evagrio de Ponto] y Ammon [Amón

o Amonio]); doce a la Sylvae (Efrem [Efren],

Guidone [Guido], Blasius [Blas], Martius [Marcio

de Clermond], Bavo [Babón de Gante] (figura

1), Caluppanus [Calupano], Egidium [Gil], Ivan

quieren aunque los cargen de oro y hallo por mi

cuenta que es menester tener paciencia con ellos

por que no pinten un demonio por un ángel»39.

No hemos conservado ninguno de esos trabajos.

Ni los que quedaron en propiedad de

los Villafranca ni los que el marqués regaló a

la Anunciada, por ejemplo las «siete láminas

con sus viriles guarnecidas de évano y plata, la

una de tres quartas de alto en que esta pintado

el Juicio, es esta lámina de grandísimo precio

y la guarnición muy linda de évano y plata»,

o las «otras seis láminas de piedra, las quatro

de dos azes con sus pies de évano y guarnición

de lo mismo». Es una lástima que no podamos

disfrutar de algún ejemplo de esos delicados

juegos ornamentales entre las figuras de un

motivo religioso y las aguas y los colores del

precioso mineral. Hubiese sido muy interesante

comprobar cómo evolucionó Layre desde sus

tardonamieristas trabajos de 1594 y cual fue su

posición dentro de ese peculiar género «inventado

» por Sebastiano del Piombo y tan apreciado

por la aristocracia europea presente en Roma en

las primeras décadas del siglo xvii. Habríamos

podido individualizar su cultura artística y su

capacidad de invención, próxima, parece, a las

fórmulas de la última Maniera, y sobre todo

su habilidad para conjugar las historias y sus

protagonistas con las calidades aportadas por el

material del soporte (alabastro, pizarra, mármol,

jaspe, ágata, calcedonia, lapislázuli...). Los especialistas

en este peculiar género eran expertos en

el aprovechamiento de los originales colores del

mineral y su aspecto luciente y esmaltado para

acordarlos o contrastarlos con el cromatismo de

sus historias y, en particular, de las caprichosas

vetas, aguas o descamaciones de la piedra y para

conjugarlos como un poderoso efecto plástico

de trompe-l’oeil al servicio de las narraciones.

Con esto último delataban la esencia de ese

género, su magia para fundir las formas salidas

de la mano y la imaginación humana con las

creadas por la naturaleza, su carácter, diría Giorgio

Vasari, de cuadros «fatti dalla natura e aiutati

con il pennello». De estos parámetros salieron

obras con tanto encanto como las de Layre del

convento madrileño de la Encarnación, en las

cuales las ondas de la ágata se convierten en los

márgenes de las glorias luminosas de Cristo y

Gabriel; como la Asunción de la Magdalena, de

Valerio Marucelli, que deja a la vista las aguas

verticales de la piedra para indicar el itinerario

ascendente de la santa; trabajos del «bravo»

Antonio Tempesta; o las «vaghe invenzioni» del

sofisticado Filippo Napoletano, especialmente

cuando convertía las vetas onduladas del mineral

en mares o lagos surcados por el manto de san

Francisco de Paula o por la galera desde la que

fue lanzado Jonás40.

[Ivan Hvrat], Simeon [de Tréveris], Bruno, [de

Colonia], Disibode [Disibodo], Nicoleos [Nicolas

de Flüe]); dos al Trophaeum (Joannis [Juan de

Rila (?)] y Henricus [Enrique de Süss]), y nueve

al Oraculum (Beatus [Beato], Marine [Marino],

Ephaistius [Efaisto], Nathaniel [Nataniel],

Lucius [Lucio], Liphardus [Lifardo], Leonardus,

[Leonardo], Auxentius [Auxentio] y Vulmarus

[Vulmaro])41.

El hecho que ninguna de las pinturas conservadas

ofrezca una representación de género

femenino podría deberse a que, cuando fueron

contratadas las series, el marqués tenía en mente

una fundación jesuítica y no un monasterio de

monjas. La contratación de las pinturas fue anterior

a los avatares de la fundación del convento

de las clarisas y la colección no preveyó ninguna

representación de anacoretas como las ilustradas

en la obra Solitudo sive vitae foeminarum

anachoritarum, de Adrian y Johannes Collaert

y Cornelis Galle, como hubiera sido lógico si se

hubiese pensado, de entrada, en destinarlas a un

convento de clarisas. Como sabemos, la opción

jesuítica expresada en Roma en 1601 mutó pocos

años más tarde en fundación franciscana, a consecuencia

de la decisiva entrada de su hija en las

recoletas.

Al empezar a analizarlas, lo primero que atrae

nuestra atención en ese grupo de pinturas —y que

las caracteriza decisivamente— es su dependencia

de las preciosas estampas de los Sadeler basadas

en las invenciones de Maarten de Vos. Este vínculo

ya había sido notoriamente remarcado por

la historiografía hispánica que analizó alguno de

estos lienzos. José María Voces se refería a la serie

de la Anunciada diciendo que «más que cuadros

de ermitaños, son paisajes con una figura eremita

», y constataba que «la fuente directa de algunos

cuadros» eran la Solitudo sive vitae patrum eremicularum,

la Silvae y el Oraculum42. Y Manuel

Arias puso de manifiesto la ligazón precisa entre

los lienzos del Bierzo y las invenciones de Maarten

de Vos que Johannes y Raphael Sadeler publicaron

en el Oraculum Anachoreticum en Venecia

en el 160043, una fecha de edición, cabe subrayarlo,

compatible con el vínculo de las telas con los

autores flamencos contratados en 1601.

Lejos de ser un atributo incómodo y devaluador,

la dependencia de estas pinturas respecto de

los grabados de los Sadeler resulta un elemento

clave para comprender su naturaleza. No sólo

debemos tener en cuenta que Cobergher fue discípulo

de Maarten de Vos en 1573, o las buenas y

fértiles relaciones profesionales que Bril mantuvo

con la familia Sadeler, sino también que, tanto en

los ermitaños de Federico Borromeo como en

los personajes de los frescos de Santa Cecilia in

Trastevere, Paul Bril y Jan Brueghel se sirvieron

de estampas sadelerianas con el beneplácito de sus

insignes y cultísimos clientes. Especialmente de

las de la serie Solitudo sive vitae patrum eremicolarum,

grabada hacia 1585-1586 por Johannes

I y Raphael I Sadeler a partir de los dibujos de

De Vos44. Esta serie, con las otras dedicadas a la

vida eremítica por los mismos autores, fijó los

tipos humanos, los motivos escenográficos y los

modelos compositivos para la peculiar versión de

un paisaje con figuras que Bril y Brueghel exploraron

desde el color para el cardenal Borromeo.

Para unos pintores capaces de inventar mil apariencias

al mundo natural, debieron de resultar

inspiradoras las fabulosas historias de esos eremitas

y anacoretas retirados del mundo y refugiados

en aquellos amplios espacios primigenios e intactos.

Además, esos dos maestros tan próximos al

Borromeo debieron ser conscientes del significado

cristiano de esa fusión entre los personajes

en ascesis y meditación y los escenarios que los

envolvían, esos paisajes cuya contemplación complacía

la mente cristiana —para evocar el título

del libro del cardenal Federico, I tre libri delle

piaceri della mente cristiana» (1625)—, porque

aproximaban al Creador al delatar su presencia

en todas las cosas y al relatar la magnificencia de

su creación45.

Es lógico, pues, que en el encargo de Federico

Borromeo (1564-1631), perfectamente estudiado

por Pamela M. Jones, encontremos algunas claves

para enriquecer nuestra percepción del ciclo de

ermitaños de Villafranca. Esta formidable figura

de la Iglesia contrarreformista entró en contacto

con Paul Bril durante su estancia romana (1590-

1601), en la etapa que fue primer cardenal protector

de la Academia de San Lucas. Entonces

conocería también a otro de los grandes paisajistas

nórdicos, Jan Brueghel, a quien acabaría patrocinando

durante toda su vida. El cardenal comenzó

a adquirir paisajes de ambos en los años noventa

y esos trabajos jugaron «an immediate role in his

spiritual life and later entered the Ambrosiana

Museum as models for student artists». Eran

encargos que deben conectarse con algunas de las

firmes convicciones desarrolladas más tarde en sus

tratados devocionales «I tre libri delle piaceri della

mente christiana» (1625) y «I tre libri delle laudi

divine» (1632). Pamela M. Jones se refiere a su elogio

del paisaje y a su consciencia sobre los beneficios

espirituales derivados de la contemplación de

la variedad y la belleza de todo lo creado, como

también a su noción de la representación y la contemplación

de la naturaleza como intermediaria

en la elevación del espíritu a la alabanza de Dios,

el autor de un universo jerarquizado, racional y

armónico; o como procedimiento para descubrir

el poder divino manifiesto también en las criaturas

más humildes de su creación, sin olvidar la convicción

del arzobispo lombardo respecto del poder

de la naturaleza para apaciguar el dolor y de la

soledad como garantía de la serenidad. En tal sentido,

para Borromeo, el ser humano podía acceder

a una cierta comprensión del plan divino a través

de la contemplación del universo natural gracias al

regalo de la Gracia y a su voluntad guiada por las

emociones del corazón. Y estaba convencido de

que el arte, incluso la pintura de género, desempeñaba

un papel decisivo en la devoción, ya que

su contemplación era capaz de sustentar una felicidad

cristiana y de impulsar la meditación hacia

realidades transcendentes. Era capaz de elevar

espiritualmente al espectador: la contemplación

de todo lo creado permitía apreciar la sabiduría y

la generosidad del divino plan46.

Federico encargó paisajes a Jan Brueghel y

Paul Bril, algunos de los cuales incluían representaciones

de ermitaños o monjes en meditación

u oración, seres que vivían de acuerdo con su

noción de «hombre natural». Como ya hemos

avanzado, en algunas de esas pinturas, tanto

Brueghel como Bril se basaron en grabados de los

Sadeler, aunque el primero, favorito del Borromeo,

«omitted the very details that identified the

engraved figures as specific men. In departicularizing

his engraved sources that Borromeo seems

to have provided, Brueghel sought to emphasize

the universal themes of solitary life and contemplation

of nature»47. En esa serie de cuadros,

que incluían ejemplos de gran formato como el

Paisaje con Anub, el Paisaje con Muzio, de Bril

con su figura «maestosa eseguita nella bottega

del cavalier d’Arpino e forse dallo stesso Cesari

»— (figura 2), datables en 1595-1596, aparecía

la variedad de efectos, criaturas, formaciones,

funciones y fenómenos del mundo natural, desde

lo más débil y minúsculo a lo más monumental e

impresionante, y ello los convertía en útiles propiciadores

de una meditación metafísica sobre el

poder y la sabiduría divinos. No hay duda de que,

para el cardenal, el tema de los ermitaños resultaba

precioso, ya que permitía evocar la belleza del

mundo natural creado por Dios y, a la vez, el alba

del cristianismo y a algunos de sus héroes consagrados

al ascetismo y al afinamiento espiritual,

capaces de abandonarlo todo para servir a Dios

viviendo en comunión edénica con la naturaleza48.

Seguramente, la segunda parte de su lectura sea la

más cercana a la contemplación de los ermitaños

de Villafranca, una interpretación en clave devota

basada en el recuerdo de los esfuerzos espirituales

y físicos de los ermitaños como ejemplos de

virtudes propias del mundo monacal. Y quizás

no debamos descartar que, a la hora de concebir

este proyecto pictórico, en el marqués actuase un

resorte íntimo, impulsado por sus convicciones

espirituales y morales. Quién sabe si se sintió

aludido por los propósitos del asceta Paladio

en su prólogo de la Historia Lausiaca: «Il mio

scopo è che tu, possedendo in esso una raccolta

di memorie sante e saltuari per l’anima, e un

rimedio inesauribile per l’oblio, possa per suo

mezzo allontanare da te ogni forma di quel torpore

che nasce dalla concupiscenza irrazionale, di

quell’indecisione e avarizia che si manifestano nei

momenti di bisogno, ogni esitazione e gretezza

del carattere, la collera, l’agitazione, il dolore,

la paura irrazionale e le distrazione del mondo,

e possa quindi progredire nel tuo proposito di

pietà, animato da un desiderio inestinguibile, e

diventare una guida per te stesso, e per quelli che

vivono con te e a te sottoposti»49. Al menos una

frase del agente romano que gestionaba para Don

Pedro el envío a Milán de las piedras pintadas y

los rames de ermitaños, daría pie a pensarlo: «He

holgado grandemente que llegasen a salvamento

las tres caxas y que las imagines fuessen a gusto

de Vuestra Excellencia, y los hermitaños tan anacoritas

como su vida»50. Por desgracia, la lacónica

afirmación resulta de comprensión muy difícil

en ese contexto y su ambigüedad no admite la

suposición mecánica que el agente romano del

marqués estaba poniendo de manifiesto un ideal

de vida y una divisa moral de Don Pedro, su amor

por una vida solitaria y reflexiva, tan chocante

para nosotros que sólo conocemos de él su «vida

activa», sus enérgicas y contundentes actuaciones

militares en el Mediterráneo y la Lombardía o

su participación, ya como gobernador del rey en

Milán, en la famosa conspiración contra Venecia.

Obviamente, el magnífico análisis de Pamela

Jones sabe poner de manifiesto el destacado papel

que Maarten de Vos desempeñó en la inspiración

de muchas de las representaciones del cardenal

y, significativamente, de los frescos contempo-

ráneos de Santa Cecilia in Trastevere para Paolo

Emilio Sfrondato, puesto que las láminas de los

Sadeler salieron de sus invenciones. Se trataba de

dibujos de temática muy original inspirados en

recopilaciones como las Vitae Patrum. Aunque

autores como Polidoro da Caravaggio o Girolamo

Muziano habían abordado antes esos personajes y

sus historias, su interés se circunscribió más bien a

los santos, beatos y abades con etapas eremíticas,

como san Jerónimo, san Antonio Abad, san Pablo

Ermitaño, san Onofre, san Francisco de Asís o

santa Magdalena. Nadie como De Vos se había

planteado un despliegue gráfico tan rico dedicado

al monacato eremita y cenobita —y masculino

y femenino— de los primeros siglos del cristianismo:

«It seems to have been the first time that

series comprised by Early Christian hermits and

monks were truly mass produced without serving

to illustrate a full-length text»51. Y nadie volvería

a planteárselo a tal escala, excepto Abraham Bloemaert,

que volvió a meditar sobre esos fabulosos

personajes del cristianismo fundacional y creó

sus dos magníficas series de 1612 y de 1620-1630.

Las cincuenta imágenes de anacoretas masculinos

y femeninos de la primera, el Sacra eremus Ascetarum,

fueron grabadas por Boëtius Adams Bolswert

en 1612. Las ochenta y una de la segunda, la

Thebais Sacra, más narrativas que las más icónicas

de la primera, las acabaría trasladando al cobre su

hijo Frederick Bloemaert después de 163652.

Es lógico que nosotros enfaticemos la transcendencia

de los trabajos de Maarten de Vos para

la serie de cuadros del quinto marqués. Al fin y

al cabo, son la base de los treinta cuadros conservados

y de los sesenta y cuatro desaparecidos.

Yo diría, incluso, que la peculiaridad del encargo

exigiría repartir equitativamente la autoría de las

representaciones que hoy vemos en la Anunciada.

Aunque sus autores materiales son los cuatro

pintores del contrato, si se pudiese proponer una

firma colectiva más ajustada a la complejidad de

autorías materiales e intelectuales involucradas en

la singular naturaleza de su gestación, sugeriríamos

la siguiente, imitando la modalidad que figura

al pie de los grabados: Maarten de Vos, invenit;

Johannes I y Raphael I Sadeler, sculpsit; Paul Bril,

Wenzel Cobergher, Willem I van Nieulandt y

Jacob Frankaert, colorit.

En efecto, sin rebajar lo más mínimo el interés

de la formidable serie villafranquina, el encanto

de la cual reside en buena parte en el precioso,

matizado y variado colorido de fantasía de sus

paisajes, es necesario ponderar el papel desempeñado

por Maarten de Vos como inventor de la

fabulosa serie de dibujos de base, casi perdida en

su totalidad excepto unos pocos ejemplares conservados

mayoritariamente en el Kupferstichkabinett

de Berlín, pero también en la Bibliotèque

Royal Albert I de Bruselas, el Pushkin Museum

de Moscú, el Kunstmuseum de Basilea, el Musée

des Arts Decoratifs de Lyon y la Norodni Galerie

de Praga. De otra manera no comprenderíamos,

entre otros aspectos, la distancia existente entre la

concepción del paisaje exhibida en los lienzos de

la Anunciada y la idea de paisaje formulada por

Paul Bril a principios del siglo xvii, bastante más

italianizado y basado en un menor protagonismo

de la figura humana. Maarten de Vos fue casi

contemporáneo de Pieter Brueghel —aunque éste

falleció mucho antes, en 1569, después de veinte

años de actividad— y tal vez viajó con él y el

escultor Jacob Jonghelinck a Italia. Su concepción

del paisaje estuvo influida, sin duda, por el «estilo

panorámico» de los llamados «grandes paisajes»

de Pieter Brueghel, «bird’s-eye viewpoints and

panoramic vistas sleeping grandly to distant horizons

», en la tradición del Weltbilder o paisaje

cósmico flamenco nacida con Joachim Patinir y

desarrollada por Herri met de Bles53. Las señales

de esa tradición en las invenciones de Maarten de

Vos son bastante evidentes. Crea escenarios que se

prolongan en sucesivas bambalinas dispuestas en

diagonal, que suelen abrirse con las plataformas

lateralizadas del primer plano donde aparecen las

figuras protagonistas cobijadas bajo frondosas

arboledas, y que contienen lejanos horizontes a

los que nos acercamos rápidamente superando

bosques densos, valles, ciudades, grandes cordilleras

de formas caprichosas. Sin embargo, De Vos

incorpora novedades a la antigua fórmula flamenca:

un sentido más monumental de la figura huma-

na —un sentido que, en contraste, no aparece en

la obra «autónoma» de Paul Bril—, panorámicas

más acotadas, unas transiciones menos vertiginosas

hacia los valles, horizontes más elevados que

dejan menos espacio a los cielos e involucran más

al espectador en esos escenarios más controlados,

e incluso la introducción de ambientes pastorales

propios de la tradición veneciana.

Con todo su bagaje, De Vos aceptó el desafío

de inventar ese espectacular ciclo de paisajes habitados

por ermitaños y anacoretas y punteados de

referencias a sus vidas, y culminó con acierto una

empresa formidable de inventiva. De Vos debió

de rastrear pacientemente los variados, heterogéneos

y pintorescos textos que relataban los

avatares de ese grupo de santos y santas, desde las

Vitae Patrum de san Jerónimo —que es la fuente

reconocida de las láminas del Solitudo sive vitae

patrum eremicolarum— y la Historia lausiaca

de Palladio, hasta la Leyenda dorada; y casi con

erudición «prebollandista» les construyó una

iconografía desde la nada —a excepción, lógicamente,

de la de aquellos personajes de mayor peso

«curricular» y de biografía más divulgada, como

san Jerónimo, san Antonio Abad, san Antonio

de Padua, san Onofre o san Pablo ermitaño. En

muchas de las historias, disfrutó, pues, de una

libertad narrativa absoluta. Para una parte de sus

ermitaños, pudo trazar relatos con base hagiográfica

y construyó novedosas narraciones basadas

en episodios de sus vidas: la cautividad de Malco54,

la visión de Efrem, la oración de Galo ante la cruz

con relicarios, el encuentro entre Posidonio y el

misterioso caballero armado, la lucha antidemoníaca

de Iván, Lifardo o Nataniel, la capacidad

de Lucio para simultanear el trabajo manual y

la oración55 , la aparición angélica a Maglorio o a

Zenon56, o de Cristo resucitado al cruzado Pedro

el Ermitaño57, o las peripecias de pioneros como

san Meinrado, quien, como dice su leyenda, hizo

resonar la voz de un cristiano por vez primera

en el desierto valle de Einsiedeln. Para el resto,

hubo de inventar otras apariencias inéditas para

unos personajes que no sólo no habría visto jamás

representados, sino que casi no tenían historias de

las cuales partir, más allá de alguna alusión de los

textos a la forma de sus habitáculos, de su caracterización

genérica como atletas de la humildad,

el desprendimiento de todo lo terreno, la ascesis,

o como héroes de la teología y la lucha contra

herejes, infieles y demonios interiores o exteriores.

De Vos les concedió una imagen meditando

sobre alguna breve nota biográfica, el recuerdo

de su importancia como grandes teólogos o pensadores

del mundo cristiano y, sobre todo, sobre

las indicaciones a propósito de los lugares donde

pasaron su exigente vida de monjes o anacoretas.

Así «nacieron», pongamos por caso, el estudioso

Evagrio el Póntico (c. 345-399) y Eulogio,

formidables teólogos del cristianismo oriental,

ejemplos máximos de la vertiente intelectual del

monacato cristiano de Egipto, presentados en

plena construcción intelectual. El primero, discípulo

de san Basilio y san Gregorio Nacianceno y,

después, de los dos Macarios, aparece a la manera

de un Jerónimo instalado con sus volúmenes en

una precaria cabaña de arquitectura vegetal plantada

en Cellia (figura 3); el segundo, el gran refutador

del monofisitismo y amigo de san Gregorio

Magno, leyendo bajo la sombra plácida y amable

de un gran árbol en la cercanía de su cenobio58.

La imaginación del flamenco topografió y dio

forma a los variados y remotos refugios materiales

y espirituales de aquellos héroes del ascetismo. En

la Solitudo abordó un bloque homogéneo de escenarios,

los ocupados por los monjes que hicieron

«del desiero una ciudad» en la famosa expresión

de Atanasio de Alejandría, en la Tebaida y la

Escitia de Nitria y Cellia, la cuna del monacato

en la ribera del lago Mareotis, cerca de Alejandría,

al límite del valle del Nilo y en el nacimiento del

gran desierto «que se extiende des de Etiopia hasta

la Mauritania», para decirlo a la manera de Palladio.

Fueron los espacios de oración y ascetismo,

pero también de creación intelectual y de combate

contra tentaciones e instintos, de san Antonio,

Pafnucio, Apeles, Evagrio, Or, Nataniel, Macario

el Egipcio, Dídimo (figura 4), Amonio, etc. En

el resto de las series, las referencias espaciales se

ampliaron —aunque desde el punto de vista de

las invenciones, resultaban igualmente fantasiosas

y variadas. Ahora, junto a evocaciones de los

ambientes del eremitismo sirio del famoso Simeón

el Estilita, o de la Palestina de Cariton († c. 350)

el padre de la «Laura»—, Eutimio el Grande

(377-473) o Sabas (439-532), comparecen los

espacios de la historia del monaquismo europeo:

la Bohemia de san Ivan Hvrat; el Flandes de san

Bavon i san Vulmaro; la Aubernia de san Calupano

o san Roberto; la Provenza de san Gil; la Brie

de san Fiacro; el Véneto de san Teobaldo de Provins;

el Nahe de san Disibodo; el Crowland de san

Guthlac (674-716); la Suiza del irlandés san Galo;

los alpinos Monte Etzel de san Meinrado de Einsiedeln,

o Monte Beatenburg de san Beato de Lungern,

sobre el lago Thun (figura 5); los prados de la

Tréveris del devoto pastor escocés san Wendellino;

los bosques de la Aquitania de san Guillermo, de

la Bretaña de Jadoc o Maglorio, del Limoges de

san Leonardo; la llanura padana de san Guido de

Pomposa; los márgenes del Danubio donde vivió

el beato Gamelberto, del Loire de san Lifardo o

del Adige de san Gualfardo; la rocosa ribera del

Gales de san Gudwal o las costas mediterráneas

de san Fulgencio59.

Claro que De Vos no nos dejó imágenes verídicas

de esos espacios —la mayoría de los cuales

desconocía. De acuerdo con la «bella maniera de

far paesi» que, según Filippo Baldinucci, caracterizó

a los pintores flamencos del siglo xvi, él

se recreó dibujando decenas de escenarios pastorales,

sublimes, rústicos o pintorescos. A veces,

la vida del ermitaño requirió una ambientación

de peñas elevadas que se recortaban ante fértiles

valles atravesados por ríos generosos, poblados de

arboledas, humanizados por caseríos y alejadas y

evaporadas siluetas de ciudades. En otras, De Vos

hubo de evocar frondosos bosques llenos de árboles

de antiguas raíces y lozanas plantas, recorridos

por riachuelos hospitalarios para los ciervos, los

rebaños y las fieras amansadas o por umbrosos caminos

transitado s por solitarios caminantes. Para

otras láminas, imaginó amplios valles abiertos entre

abruptas cordilleras, controlados por airosos

castillos, llenos de puentes, acueductos, molinos,

poblados, ordenados en torno a rústicos templos

o grandes iglesias de agujas esbeltas, señales de

la industriosidad humana. No faltaban vidas que

le pedían ambientes con gigantescas montañas

alpinas dominando valles cerrados recorridos

por ríos tumultuosos, elevando por encima de las

nubes sus cimas talladas como cristales de cuarzo;

ni tampoco las que demandaban lagos amables a

los trabajos del hombre, caudalosas cascadas y

mares plácidos y surcados por grandes naves, o

de encrespadas aguas amenazantes. Incluso unas

pocas historias le reclamaron una descripción de

primer plano de oscuras y profundas cuevas, de

gigantescos peñascos con cavidades que se proponían

a la más exigente de las penitencias. Jamás

el desierto: ni sus inmensas extensiones arenosas

ni su aridez rocosa. En la imaginación de De Vos

y de sus contemporáneos, el concepto de desierto

era más moral que geográfico. Para él, el desierto

era sinónimo de la soledad, el aislamiento de los

anacoretas en algún espacio deshabitado, primigenio,

intocado, la tierra de nadie —o a veces sólo

de los demonios— que ellos aspiraban a convertir

en su vestíbulo del cielo. Así el pintor y dibujante

flamenco se apartaba de las descripciones de las

antiguas historias sobre ese primer monacato

como las de Rufino de Aquilea, la Historia Monacorum

in Egypto, que presentaba la Escitia de san

Macario y sus monjes como un escenario terrible

por su aspereza, infertilidad y sequedad60.

La inventiva del dibujante fluyó libre como

cualquiera de los torrentes dibujados, sin ataduras

«topográficas». Los desiertos de sus ermitaños y

anacoretas mutaron en paisajes montañosos con

frondosos y húmedos bosques de aspecto centroeuropeo,

recorridos por riachuelos y ocupados

por ciervos y osos. Nada le impedía rodear con

ruinas antiguas el eremitorio de san Antonio Abad

u ocupar el horizonte con una ciudad de silueta

flamenca. Unas pocas veces unas palmeras con sus

dátiles o una pareja de camellos son los responsables

de evocar la realidad en la representación de

san Onofre y san Jerónimo, respectivamente. Solo

excepcionalmente, Maarten de Vos nos sorprende

con alguna vista tomada del natural, copiada de

alguna imagen auténtica o inspirada en un recuer-

do personal. En este aspecto, la historia de san

Sebaldo es ejemplar, al incluir una vista urbana

verídica de la ciudad de Nuremberg que desprende

un singular aroma «dureriano», una vista exacta

tomada desde el sur, a la manera, por ejemplo, de

la Vista de Nuremberg, de Michael Wolgemut

(1493)61, pero es un caso excepcional. Como el

de la vista de Rimini con su puente de Tiberio

sobre el Marecchia en la imagen del picapedrero

dálmata Marino, o de la Verona de san Gualfardo,

dependiente de una imagen o un apunte verídico

que incluye una panorámica de los Alpes cercanos

que sorprende por una naturalidad y una exactitud

que contrastan con la apariencia fabulosa de la

misma cordillera en otras escenas.

En esas escenografías imponentes o plácidas,

selváticas o domesticadas, solitarias o rústicas, De

Vos instaló a sus personajes. Aprovecharon cuevas

inhóspitas, montaron cabañas vegetales, cavaron

sus precarias y pequeñas celdas en peñas, montañas

o formaciones rocosas, encontraron los troncos

donde refugiarse o purificarse, construyeron

oratorios e iglesias, plantaron sus fértiles huertos

y lo llenaron todo de símbolos cristianos como

procurando evangelizar a la naturaleza misma.

Blas, Juanicio, Gualfardo, Bavon o Calupano ni

tan siquiera elaboraron sus refugios. Se limitaron

a aprovechar las cavidades naturales de las rocas

para instalarse en ellas o, en el caso de san Pablo,

el primer ermitaño, o de san Geroldo, los grandes

árboles para vivir en los troncos, a veces sometidos

a penalidades exigentes como san Andrés

Svorad (Zoerarde), un santo benedictino eslovaco

dispuesto a prácticas penitenciales extremas,

basadas en ingenios de tormento como su sofisticado

tronco adaptado para evitar el sueño. Otros

levantaron meros abrigos de troncos y vegetación

(Friardo, Amate, Gilles). Los encontramos solos,

huidos en lugares remotos e inalcanzables, escapados

de sí mismos o de su fama de hombres sabios

y santos que atraía a gentes que entorpecían su

meditación y su disciplina. Así el escondido Juan

de Rila y todos los protagonistas de la Sylvae

Sacra, en especial Cariton, Ivan Hvrat o Calupano,

que elevaron sus nidos a altísimos picos de

aspecto erizado. Otros muchos aparecen en lauras

o cenobios de aspecto tan amable y delicioso

como las de Dídimo el Ciego, Maglorio, Eutimio,

Leonardo, Landelino, Eulogio (figura 6), Orígenes

o Teobaldo de Provins, con sus habitáculos de

fantasía esparcidos en bosques y colinas. En esos

monasterios, la mayoría de las habitaciones son

precarias celdas de adobe o de troncos, cubiertas

con fantasiosas techumbres de paja a menudo

apuntaladas con grandes rocas para evitar que se

las llevara una tormenta o un golpe de viento. En

una de ellas, De Vos acomodó sin dificultad el

estudio y la rica biblioteca del sabio Evagrio el

Póntico. En contraste con la espontaneidad de las

celdas y de los santuarios cenobíticos, particularmente

en las imágenes del Oraculum Anachoreticum,

alguna lámina ofrece cenobios organizados

en torno a iglesias de una ambición considerable.

Pafnucio, por ejemplo, tiene detrás una gran iglesia

de aspecto medieval, con tres naves y campanario.

Y el encorvado Ciomo, «de edad decrépita»,

preside un monasterio de humildes cabañas pero

dominado por un grandioso templo coronado con

cúpula elevada sobre un tambor.

En tan variados escenarios se desplegaban las

legendarias vidas y acciones de un centenar de

ermitaños, monjes y anacoretas escapados de las

tierras habitadas, de la vanagloria, de la fama, la

riqueza y el poder, de una persecución anticristiana,

de sus debilidades íntimas, de un pasado

pecaminoso o poco ejemplar, etc. Allí vivieron y

se consumieron esos seres que buscaban ansiosamente

espacios recogidos y deshabitados, a veces

arduos, siempre propicios para el afinamiento

espiritual, la penitencia, la reflexión intelectual, el

diálogo directo con Dios a través de su criatura

naturaleza. Todos se instalaron en ellos por razones

poderosas, persiguieron elevados y difíciles

objetivos. Todos lucharon contra las debilidades

de su naturaleza humana y contra el diablo acechante

y sus tentaciones. Cada uno a su manera,

aprendieron, como dice la inscripción de Pafnucio

«las vías para subir al cielo».

61. Véase Matias Mende, Albrecht

Dürer. Ein kunstler in

Seine Stadt. Nüremberg, 2000,

p. 144-145.

Figura 6.

Paul Bril: Eulogio, monasterio de la Anunciada de Villafranca del Bierzo. Fotografía del autor con la autorización

de la comunidad de hermanas clarisas.

144 LOCVS AMOENVS 9, 2007-2008 Joan Bosch Ballbona

Aún limitándonos a observar la iconografía

de los cuadros conservados en la Anunciada,

el repertorio de las variadas opciones vitales de

aquellos atletas del ascetismo y la oración resulta

espléndido e ilustrativo. De aquéllos que

lucharon arduamente contra seres demoníacos,

entre las pinturas conservadas en la Anunciada,

descubrimos a san Ivan Hvrat, que, en las montañas

de Bohemia, combatió a insidiosos demonios

con la cruz que en sueños le entregó el Bautista.

A Calupano, instalado en su cueva de una altísima

y aislada peña, haciendo retroceder con

sus fervientes oraciones a serpientes y dragones

pestilentes que le amenazaban de día y de noche;

una acción parecida a la que cotidianamente

cumplía Dídimo de Cellia, a quien una ceguera

sobrevenida en la infancia no le impidió convertirse

en un intérprete de las Sagradas Escrituras

de mítica perspicacia: «No había veneno, ni

dragón, ni serpiente, ni víbora que pudiese herir

a Dídimo: tanta era la potencia de su santidad».

Le vemos predicando peripatéticamente mientras

pisa serpientes y ahuyenta escorpiones, ranas y

otras pequeñas criaturas que De Vos concibió

con un aspecto que se nos antoja prehistórico. El

abad Juan el Ermitaño y Nataniel se las hubieron

con diablos más sibilinos —aunque igualmente

ineficaces. Juan se encerró en una estrecha oquedad

vertical de una roca, se conjuró a orar sin

descanso excepto los ratos que se dormía de pie,

y resistió la tentación del diablo disfrazado de

sacerdote que intentaba distraerlo de su empeño:

«En un antro desolado vivió Juan el Ermitaño, sin

acostarse jamás. Su ejemplo de oración incesante,

de ásperos ayunos fue imitado por sus hermanos»

(figura 7). A Nataniel, un demonio con aspecto

de jovenzuelo que finge necesitar ayuda para

levantar a su mula agotada, intenta apartarlo de

su celda para derrotar su voto de no abandonarla

jamás: «A Nathanael se le presenta el demonio

bajo el aspecto de un muchacho que le pedía ayuda

para levantar a su mula caída. Con esa astucia

confiaba en vano de apartar al venerable solitario

de su querida celda». O, finalmente, descubrimos

a Lifardo y Urbicio observando como, milagrosamente,

sus oraciones y un bastón plantado en

el suelo sirven para matar a la serpiente diabólica

que atemorizaba toda su región: «Lifardo, hermano

de Leonardo, envió un día a un compañero

para que le hiciera ciertos encargos. Una serpiente

atrapó al joven y se encaramó a su bastón, pero,

por oración de Lifardo, se partió en dos y no pudo

herirlo». En cambio, Juan de Rila (?) combatió los

demonios interiores de un pasado horripilante:

«Juan había estuprado a una niña a la cual después

mató, atrapado por una diabólica obsesión. Para

expiar sus delitos, se enterró en las cavernas. Un

cazador lo vio arrastrarse por el suelo». Asoma de

su tenebrosa cueva caracterizado como un salvaje

hombre de las cavernas instalado en su más remoto

refugio, huido de todo contacto humano y, sin

embargo, buscado con afán por los exploradores

del rey de Bulgaria atraído por su fama de hombre

santo. Ese lugar será el embrión del más floreciente

de los monasterios de Bulgaria. La soledad del

beato Elías fue casi igual de exigente: «Incluso en

la extrema vejez, Elías ermitaño habitó en una

caverna. I exhortaba a los suyos a la penitencia

de las culpas pasadas y al obedecimiento de los

preceptos divinos». También procuró evitar todo

contacto humano, consagrándose a la oración y

a la meditación. Pasó «setenta años en las profundidades

de un desierto tan árido, tenebroso e

inhóspito que no hay palabras para describirlo»,

viviendo «en una horrible cueva, la sola visión de

la cual aterrorizaba a aquéllos que la encontraban

», dirá la Vitae Patrum.

Para muchos de esos anacoretas, aquella soledad

buscada era también el fundamento de un gran

trabajo intelectual, la base de una gran construcción

teológica o incluso literaria. Ya nos hemos

referido al gran Evagrio el Póntico, formado en el

estudio de la obra de Basilio de Cesárea y discípulo

de Gregorio Nacianceno, todo un «filósofo

en el desierto», según Antoine Guillaumont. San

Efrem de Siria (o de Nisibis) fue el mayor de los

teólogos y poetas de la Iglesia siríaca, refutador del

arrianismo y defensor del inmaculismo. De Vos lo

presenta según la descripción que de él hizo san

Gregorio Nacianceno, como un nuevo Moisés,

porque también recibió el privilegio de la visión

velada de Dios, en su caso en forma de columna

de fuego. Amonio de Cellia, contemporáneo de

san Antonio Abad, quien dijo haber visto el alma

de este ermitaño cuando murió, sobresalía por una

sabiduría que le dio tal fama que llenó el desierto

de Nítria de anacoretas que se le acercaban «para

aprender el arte de la vida espiritual». El Jacobe de

los Sadeler tal vez deba identificarse con el beato

franciscano Jacopone de Todi (c. 1230-1306),

que llevó una vida disoluta hasta la muerte de su

amada, que le derivó hacia un proceso de mortificación

severo del cual brotó su himno Stabat

Mater Dolorosa. Por suerte, aun con tanta destrucción

como envolvió el monasterio de la Anunciada,

una de las telas conservadas en los muros de

la iglesia evoca al dominico suizo Enrique de Süss

(1295-1365), uno de los grandes místicos medievales,

discípulo del Meister Eckhart, prior del convento

de Diessenhofen, llamado el «Servidor de la

Sabiduría Eterna», quien destilaba su pensamiento

desde mortificaciones tan extremas como la túnica

de cadenas y agujas que viste en la tela berciana:

«Enrique vestía una malla metálica; en una mano

tenía un flagelo, en la otra desgranaba su cordón

de oraciones. Así oraba. ¿Qué no podrán tales

oraciones ante el Crucifijo?». Otro suizo, san

Nicolás de Flüe, aparece en la celda alpina en la

Paul Bril, Wenzel Cobergher, Jacob Frankaert I, Willem I van Nieulandt y los ermitaños de Pedro de Toledo LOCVS AMOENVS 9, 2007-2008 145

que pasó sus últimos años, alimentado únicamente

con la Sagrada Forma, dedicado a la vida

contemplativa, aunque sin abandonar del todo su

actividad política, fundamental en la construcción

de la Confederación Helvética.

Todos esos solitarios buscaron su destino

leyendo, como san Antonio, «el libro de la naturaleza

de las cosas creadas» y pulieron su espíritu en

aquellos espacios inhóspitos o amables. Parecen

compartir un dicho de Marbordo di Rennes en la

Vita beati Roberti: «más alejados de los hombres,

más cercanos a Dios» y el lema inicial de la Solitudo:

«Vagaron de aquí para allá, cubiertos de pieles

de oveja y de cabra, privados de todo, oprimidos

y maltratados —ya que el mundo no era digno

de ellos—, errantes por desiertos y montañas,

abrigos y cuevas de la tierra». De Pafnucio, uno

de los ermitaños de la Tebaida, De Vos evoca su

capacidad para desprenderse de todo lo material,

recordando la historia de un mercader rico de Alejandría

a quien el santo invitó a regalar todas sus

posesiones a los pobres y a los monjes. El irlandés

san Disibodo (619-700) aparece concentrado en

una reposada lectura en el espacio idílico del valle

de Nahe, cerca de Bingen (figura 8). San Blas mártir

está en su cueva, rodeado de los animales y las

fieras que acudían a él en busca de curación, justo

antes que su refugio sea descubierto por los cazadores,

el episodio que desencadenaría su martirio

y muerte. San Guido reza ante la naturaleza, antes

de convertirse en el superior de Pomposa (998),

en la etapa decisiva del engrandecimiento edilicio

de la abadía y de la renovación de la música litúrgica

encabezada por Guido d’Arezzo, uno de sus

monjes. San Marcio de Clermont, que construye

su celda rústica cavando él mismo la roca donde

viviría y la cama de piedra sobre la que dormiría.

San Bavon, evangelizador de Flandes con san

Amando, es representado como riguroso penitente

que se alimentaba sólo de vegetales y agua,

purificando su alma de una juventud inconsciente

y disoluta: «Procedente de ilustre linaje de caudillos

belgas, Bavon huyó de los lechos dorados

hacia las cuevas de los bosques, conjuró las almas

de las tumbas y, atormentando sus entrañas con

bellotas y sed, encontró el camino a las estrellas».

San Gil, fundador del convento benedictino de

Saint Gilles du Gard, aparece en los bosques de

Nimes con su emblemática cierva justo antes que

los cazadores reales le hieran por error. El errante

ermitaño san Simeón de Tréveris (c. 990-1035),

es mostrado a los pies de un fantasioso Sinaí,

aunque el dístico del grabado recuerda su futuro

viaje a Tréveris siguiendo al arzobispo Poppo,

donde acabaría sus días viviendo encerrado en la

Porta Nigra: «Simeón primero aró los campos del

Sinaí, después un amigo de Tréveris lo alimentó

mientras estuvo encerrado en una torre. Después

de vencer mil males y de haber pasado mil fatigas,

finalmente, con sus fuerzas casi vencidas, ganó el

reino celestial». De Bruno de Colonia se recuerdan

los inicios de su fundación cartujana, cuando

el santo y sus primeros compañeros se consagraban

a la lectura y la oración. La escena podría

situarse en los Alpes del Delfinado, pero no deberíamos

descartar que evocara la estancia de Bruno

en Calabria, donde él y sus monjes construyeron

precarias cabañas silvestres y un pequeño santuario

dedicado a la Virgen María (1091)62.

Por indicación del marqués, el trabajo de Wenzel

Cobergher, Paul Bril, Jacob Frankaert y Willem

I van Nieulandt dependió de ese maravilloso despliegue

de inventiva. Aunque de ello no hay constancia

expresa, parece evidente que Don Pedro

debió de indicar su deseo de poseer esa transcripción

monumental y coloreada de unas láminas

muy familiares a Bril, especialmente, ya que él

mismo había servido dibujos a diferentes miembros

de la familia Sadeler. La intervención del equipo

pictórico flamenco consistió en trasladar esas

historias y esos retratos de ermitaños en sus paisajes

a un formato mucho mayor (aproximadamente

136/138 x 167/168 cm cada pieza) y en vivificarlas

cromáticamente. Era un ejercicio casi inverso al

que acababan de culminar Johan y Raphael Sadeler

a partir de los dibujos de De Vos y casi idéntico

al que Paul Bril y Jan Brueghel realizaron contemporáneamente

para el cardenal Borromeo63. Y

un esfuerzo que tenía un componente mecánico,

de mera adaptación de las composiciones de las

láminas a las telas del marqués, y mucho menos

libre que sus frescos en la basílica de Santa Cecilia

para el cardenal Sfrondato. En éstos, aún teniendo

a mano la referencia de las láminas sadelerianas, y

citándolas en algunos detalles, Bril se manejó con

entera libertad. Introdujo algunos de sus motivos

favoritos (puentes con arcos de piedra y precarias

barandillas, cascadas, diminutos paseantes) y redujo

el tamaño de las figuras, con lo que les dio una

mejor proporción con los escenarios, es decir, más

lógica y natural que la de los personajes de De Vos,

de quien, sin embargo, no se apartó demasiado en

el concepto del paisaje, con sus bambalinas diagonales,

con su cercana plataforma angular de primer

plano, con su densa vegetación o su gusto por los

torturados árboles anclados con sus raíces a promontorios

rocosos.

Los treinta lienzos conservados en la Anunciada

son, pues, una versión exacta, a escala y en

color, de los grabados sadelerianos. La transcripción

de las láminas resulta muy escrupulosa en la

mayoría de los cuadros, tanto a propósito de las

figuras protagonistas —de sus rostros y expresiones,

de sus vestiduras y pliegues—, como de

los escenarios —de sus cabañas, montes, peñas,

árboles, bosques, figurillas de complemento, etc.

Bastará con unos pocos ejemplos para constatarlo.

Ante la lámina del Evagrio, percibimos el fiel

traslado del que fue objeto cada uno de los libros

de los estantes de la celda de madera; la forma y

la textura material de los muebles y los elementos

del escritorio, o la caracterización del sabio

ermitaño, su pesado abrigo, su caperuza borlada,

sus anteojos, su acción de lectura atenta, y cada

aspecto del paisaje y sus cuatro monjes acompasados

entre las diminutas cabañas. No falta detalle

en la de San Marino, tan saturada de información

visual, atenta y exactamente transcrita en el lienzo:

la cueva donde dormía y sus elementales alimentos,

la Rimini lejana y difuminada, el templo

clásico aun en construcción, con su andamiaje y

sus altares en el interior, el espacio de trabajo del

devoto maestro, con el fuste que cincela, la vara

de medición, las mazas y los compases, el capitel

ya acabado, la sierra y los bloques de piedra

tallada. Y tampoco difiere del modelo una de las

mejores piezas de la serie, la tela con San Beato

de Lungern. De nuevo, la pintura colgada en los

muros de la iglesia monacal sirvió hasta el más

mínimo detalle de la representación de este santo,

el apóstol de los helvéticos que la leyenda quiere

discípulo de san Bernabé y ordenado sacerdote

en Roma por san Pedro. Se replicó con cuidado el

personaje del santo arrodillado ante el Crucifijo

que corona la cueva; el furioso dragón huyente,

símbolo del paganismo y la superstición vencidos;

las puntiagudas montañas del Jura cercanas a

las nubes; el puente de arcos cruzando el río que

nace en el lago Thun; castillos, granjas, rebaños

que sólo son pinceladas de blanco, la mula en el

sendero ascendiente... Nada determinante ha sido

evitado ni ha sufrido variaciones, ni en estas tres

pinturas ni en el resto del ciclo.

Los cambios figurativos son mínimos —e

inevitables hasta cierto punto— en unas pinturas

pobladas de anécdotas visuales. Los pocos que

cabría esperar de la lógica de un trabajo con un

componente tan mecánico. En una obra como

el Lucio, donde tan fácil sería hacer variaciones

sobre la forma de los cestos, el aspecto de los

altares de la cabaña, los edificios del fondo y las

ropas de los personajes, los pintores se consagraron

al calco en color (figuras 9 y 10). Dejando a

parte la cuestión cromática, los autores limitaron

sus variaciones respecto de las estampas a algunos

detalles de la vegetación, como el añadido de

algún viejo y retorcido tocón de árbol en primer

plano, a ligeros retoques en las siluetas de las

ciudades o de las cumbres más alejadas del primer

plano y a la agregación de algún detalle o efecto

escénico que no aparece en los modelos de los

Sadeler y De Vos. En todo caso, es normal que,

dada la técnica de la pintura al óleo, en general,

la caracterización de los elementos vegetales y de

las hortalizas sea más precisa en las telas, donde se

indica el aspecto exacto y más concreto de especies

hiedras, añadiendo citas botánicas como las iris

germánicas del Disibode o el cardo de San Juan

de Rila, inexistentes en las estampas respectivas,

y enriqueciendo las naturalezas muertas encubiertas

gracias a la magnificación de los jugosos

bodegones de frutas dispuestos ante San Bavon

o, de nuevo, San Juan de Rila. Incluso las figuras

se corresponden en todo a las invenciones originales,

tanto en la gesticulación, como en la fisonomía

y la sentimentalidad. No obstante, es en este

apartado de la adaptación que apreciamos con

más claridad la diversidad de manos que colaboró

en la elaboración la serie —y, por desgracia, no es

mucha, dado que, en este momento y a la espera

de una necesaria restauración, la mayoría de las

obras se nos ofrecen muy alteradas por el envejecimiento

de la capa pictórica. Al lado de rostros

de factura sumaria y de baja intensidad expresiva

Efren, Guido de Pomposa, San Bruno, San Blas,

San Marino o Evragio—, algunos meras versiones

sin alma del modelo sadeleriano, descubrimos

otros pletóricos de fuerza interior, resultado de

una intervención más atenta, sensible y exigente.

Entre éstos últimos, se cuentan, evidentemente,

los de San Juan Ermitaño, Disibode, Lifardo,

Leonardo (figuras 11 y 12), San Beato de Lungern,

San Nicolás de Flüe (figura 13) y Lucio. Todos

ellos versionan de cerca las caras y las expresiones

del inventor, aunque recreándolas gracias al color

y a la posibilidad de introducir juegos de luces y

de texturas de piel y cabello más delicado, lo cual

las convierte en retratos intensos y emblemáticos

del ideal de vida ermitaño.

A mi parecer, el único cambio compositivo

relevante respecto de las láminas se descubre en

los lienzos de Juan el Ermitaño, Juan de Lycos,

Evagrio, Amonio y Elías del grupo de la Solitudo.

Consiste en un leve retroceso de la figura del

protagonista hacia el interior del cuadro. Este

pequeño retoque beneficia a las composiciones

allá donde aparece: asegura una relación más convincente

y natural entre personajes y paisaje. Es

bastante probable que este tema fuera uno de los

que Paul Bril se planteara con naturalidad cuando

analizaba la obra de los paisajistas flamencos e italianos.

Afectaba a una cuestión capital para aquel

género: la de la relación entre los actores y los

escenarios de la pintura de paisajes, la de la escala

de los elementos representados y la de las proporciones

entre personajes y el marco ambiental.

A Bril, que siempre prefirió mostrar a figurantes

de pequeñas dimensiones moviéndose anónimamente

por amplios panoramas y que se complacía

en convencer al ojo del espectador de una perfecta

inserción del ser humano en el escenario vegetal,

las bellas invenciones de De Vos le debían parecer

mejorables en este punto, al magnificar la presencia

de los ermitaños a una escala que comprometía

la naturalidad hacia la cual él avanzaba. Pero no

quiero precipitar una conclusión tan comprometida

a la vista de que esos retoques compositivos

no parecen un cambio programado y coordinado,

ni un cambio atribuible necesariamente a Bril,

puesto que no se aplicó de manera sistemática, ni

mucho menos. No afectó ni a Bavón, ni a Marcio,

ni a Juan Hvrat, ni al ensimismado Disibodo, ni al

umbrío Vulmaro, ni al severo Nicolás de Flüe o al

laborioso y concentrado Marino. Y en el Auxentio

tal efecto es revertido, dado que el montículo

de su cabaña ha sido notablemente rebajado.

Por otra parte, no estoy en condiciones de

precisar la autoría de cada cuadro, de pronunciarme

sobre a cual de los cuatro pintores de la

compañía pertenece cada lienzo. La peculiaridad

del encargo de Don Pedro de Toledo, basado en la

reproducción tan fiel a escala y color de las series

sadelerianas, el hecho que no conservemos obras

de Willem I van Nieulandt ni de Jacob Frankaert

y de que no nos conste relación alguna de Wenzel

Cobergher con el mundo del paisaje, complican

mucho el ejercicio atributivo. Por fortuna, y

gracias a la ayuda incondicional de la comunidad

de clarisas de la Anunciada, nos ha sido posible

observar atentamente los reversos de las pinturas

que cuelgan de las paredes de las dependencias

conventuales —diecinueve de las treinta— y, si

bien la mayoría son poco informativos, puesto

que buena parte de los cuadros fueron reentelados,

tal vez a principios del siglo xx, unos pocos

mantienen su soporte original, con lo que podemos

observar que, en el reverso de cada una de las

piezas de la serie, se reprodujeron los dísticos latinos

que figuran al pie de los grabados. Y hemos

podido comprobar, sobre todo, que, en cuatro de

los que aun mantienen la enteladura original, aparecen

en el centro, bajo el travesaño superior del

bastidor, las iniciales «P.B.», que, en este contexto

y con los datos documentales que poseemos, es

casi imposible no desplegar como «Paul Bril». Se

trata de los lienzos correspondientes a Disibodo,

Eulogio, Nataniel y Juan el Ermitaño y no debemos

descartar que, en los lienzos que cuelgan de

los muros de la iglesia, aparezcan también esas

dos letras preciosas o, quien sabe, otras correspondientes

a los demás autores.

El hecho de que las únicas iniciales observables

en los reversos analizados sean éstas que

identificamos con Bril, resulta intrigante: ¿por

qué fue el único que firmó su intervención?, ¿por

qué el único en distinguir su participación en

ese encargo colectivo?, ¿por qué nadie más dejó

sus iniciales?, ¿indicaría esta acción su mayor

jerarquía? Las iniciales de los cuatro reversos

casi generan tantas preguntas como respuestas,

y una, en particular, parece obligada si situamos

la producción de las telas en el contexto de los

estudios publicados sobre Paul Bril: ¿Esas «P»

y «B» certificarían que Bril fue el único autor

de esas cuatro telas y, por tanto, que él elaboró

también sus figuras? La última pregunta no es

bizantina, como saben los estudiosos del maestro,

dados los casos de colaboración en este

sector de sus trabajos con pintores de más competencia

«figurinista». Me refiero a los italianos

Cesare Nebbia, Cherubino y Giovanni Alberti,

o a los nórdicos Hans Rottenhammer o Adam

Elsheimer, o al «collaboratore, da individuare

nell’ambito della bottega arpinesca» que habría

realizado el Muzio y el Anub de las grandes telas

de la Pinacoteca Ambrosiana64. Incluso diría que

es una pregunta lógica. Teniendo en cuenta la

dimensión colectiva de la empresa del marqués

Don Pedro, no parece insensato plantearse que

pintores como Bril ejecutaran los escenarios

mientras que otros con el perfil de Cobergher

se dedicaran a las figuras. En cualquier caso, en

el ciclo de las clarisas de Villafranca, la inscripción

«P.B.» de los cuatro reversos exige que nos

inclinemos a favor de una atribución firme e

íntegra de esas telas, como mínimo, a Paul Bril,

conscientes de que, con ello, daríamos argumentos

para hacer lo mismo con los dos cuadros de

la Pinacoteca Ambrosiana. Claro que ello no da

pie a una consecutiva afirmación de Bril como

un competente intérprete de la figura humana,

dado que, en realidad, se limitó, como todos sus

compañeros, a reproducir a escala, pero fielmente,

los datos gráficos de las creaciones de De Vos.

En realidad, esos intensos rostros de visionarios

y meditabundos seres no se encuentran ni en la

obra conocida de Wenzel Cobergher ni entre las

diminutas figuras inventadas por Paul Bril. Son

una translación a escala de las bellas efigies dibujadas

por Maarten de Vos.

Es cierto que, para ser concluyentes sobre

todas estas cuestiones, convendría ver todos los

reversos, incluidos los originales cubiertos por

las telas modernas, y sería necesario que todas

las telas estuviesen restauradas y devueltas en lo

posible a su antigua integridad, pero el hecho que

sólo cuatro de los «visibles» lleven iniciales y que

en los cuatro casos correspondan a «P.B.», parece

interpretable, también, en la clave de la mayor

jerarquía de Bril en aquel equipo de pintores.

Algo lógico teniendo en cuenta su prestigio en

Roma y, especialmente, la potencia de una reconocida

trayectoria especializada en la pintura de

paisaje. En tal sentido, aún cabría realizar una

lectura más arriesgada pero no improbable: que

las cuatro telas firmadas con las iniciales indiquen

una consideración especial del marqués de Villafranca

hacia uno de los autores, la intervención

más selecta del cual desearía distinguirla de las de

los demás, y quién sabe si alguna de ellas era una

de las tres que desencadenaron el contrato del

año 1601 y que marcaban el listón de «qualita et

bonta» de toda la serie.

Una interpretación así resulta coherente con

los valores cromáticos conjugados en los cuadros,

el valor clave y distintivo de la serie respecto de

los grabados de los Sadeler y las invenciones de

De Vos, su razón de ser y su aspecto más original

y creativo. En efecto, sin atenuar ni un ápice lo

determinante del vinculo con las estampas, y su

carácter de trabajo de equipo, el tratamiento de la

luz y del color hace que la serie de ermitaños deba

considerarse un producto genuinamente briliano,

es decir, guiado y controlado según las directrices

estéticas de este autor, perfectamente contextualizable

en sus trabajos producidos entre 1595 y

1601. En el marco de su catálogo, la gran serie de

Villafranca debe considerarse cercana a las pinturas

del cardenal Federico Borromeo que hoy

atesora la Pinacoteca Ambrosiana de Milán. No

sólo, lógicamente, muy próxima a los ermitaños

Muzio y Anub, sino también a las obras Paisaje

con la conversión de Saulo y Paisaje con Tobías

y el Ángel. Y también está emparentada con el

abanico de tonos y colores del paisaje topográfico

del Feudo de Rocca Sinibalda, de colección

privada, realizado para Asdrubale Mattei justamente

en el año 160165, del Paisaje con cazadores,

de la Galleria Palatina de Florència (c. 1595) y

del pequeño cobre del Paisaje con las tentaciones

de san Antonio, de la colección de los Príncipes

Colonna de Roma.

En tal contexto, la factura de cada una de las

piezas integrantes de la imponente serie del quinto

marqués de Villafranca se revela más modesta;

algo apreciable a simple vista, al comparar la

densidad de la capa pictórica de los ermitaños de

la Ambrosiana, perceptible en su craquelado, tan

diferente a la de los bercianos, tan fina que en la

mayoría se adivina la trama de la tela. Aún en esas

condiciones que tendrán consecuencias plásticas,

dado que no habremos de esperar encontrar en

la espectacular serie de Don Pedro el nivel de

resolución, el preciosismo o los matices de los

dos cuadros borromeos, cuando el color bañó

los dibujos preparatorios de la serie del quinto

marqués, todos los recursos pictóricos de Paul

Bril se desplegaron señalando la senda cromática

a sus socios. Así comparecieron en los lienzos la

memorable destreza del paisajista flamenco para

vivificar los senderos herbosos puntuados de

guijarros, las cortezas envejecidas y atormentadas

de los grandes robles, los conglomerados rocosos

y sus oquedades, los imponentes escenarios

montañosos, los torrentes serpenteantes. Así la

característica sensibilidad briliana para animar

con sus juegos de luz las ramas, las hojas de los

robles, las copas de los árboles, los claros de bosque,

se convirtió en el sello de la serie. Gracias a

su jerarquía en la concepción del paisaje, comparecieron

su característica combinación rimada

y casi alternada de vibrantes áreas de sombra y

de luz, de penumbra y sol, especialmente en las

copas de los árboles y en el interior de los bosques;

la lenta gradación de las combinaciones de

verdes, ocres y tierras desde el primer plano, hasta

los grises perlados o nacarados de las nubes y los

cielos del plano terminal, pasando a través de los

verdes y azules en el término medio. En cambio,

no encontraremos en las telas bercianas ningún

rastro de los juegos anaranjados o rosáceos tan

presentes en sus primeros trabajos, especialmente

de los encendidos cielos crepusculares tan queridos

por su hermano Matthijs, porque, en esa

época, ya iban desapareciendo de su imaginación

y de su paleta.

Como en el mundo pictórico de Bril, en las

telas del quinto marqués dominan los colores

tierra, ocre, azul y verde, extendidos en variadas

tonalidades. Hallamos los profundos azules del

Paisaje con tentaciones de san Antonio de los

Colonna en las leonardescas montañas del fondo

del San Bruno. En los escenarios de Dídimo,

Leonardo o del Disibodo, advertimos su habilidad

para animar grandes áreas del cuadro a través de

una espléndida conjugación de tonalidades del

verde, quizás uno de sus recursos creativos más

admirados, especialmente cuando jugaba a recrear,

dentro de bosques y arboledas, los efectos de la

luz solar cayendo sobre las copas o penetrando en

los claros y enfocándolos hasta convertir el intenso

color acerbo de la hierba fresca en un verde

suave y pálido, que se evapora desde la tonalidad

borraja hasta la verdegiallo o la gialorino que

viran ya hacia el amarillo. Además, en el Dídimo

y un poco en el Lifardo—, la mirada se enriquece

con la armonía entre aquellos amenos verdes

y el azul ágata de las aguas del riachuelo que va

empalideciendo. Es un juego replicado en los

campos flamencos del Bavón, pero, en este caso,

basado en unos verdes más otoñales y en los tierras

y el azul verdoso del torrente; y en el Beato,

centrándolos en el insistente dialogar entre los

tonos de la vegetación y los tierras de riscos, peñas

y montañas escarpadas. Nada distrae de esas relaciones

armónicas, ni siquiera los variados colores

de los hábitos de las figuras que se mantienen en

una gama suave y más bien fría, sintonizada con

los tonos dominantes: una gama de grises riquísima

que llega desde los tonos blanquecinos de

barbas y cabellos a los azulados del Dídimo o a los

cenizas de algunas ropas; tierras sobre los verdes

azulados del Simeón, o el ocre sobre la oscuridad

de la caverna del Juan Ermitaño. Tan sólo unos

destellos del rojo intenso de un libro, del forro

de la capa de Disibodo, un bermellón como el del

vestido del pobre del Lucio o el de la pulpa de los

higos de San Bavón, el carmín de una fruta, o los

blancos de las barbas y los cabellos, salpican los

planos dominantes de verdes, tierras o azules.

En definitiva, Bril no se alejó demasiado de la

modalidad de paisaje que manejaba a finales del

siglo xvi. No se debió sentir nada incómodo ante

el encargo —y menos aún sus compañeros de

encargo, que, al parecer, no llegaban a la empresa

del marqués con un gran bagaje en ese género. En

esa época, Paul Bril todavía no había dejado atrás

sus fórmulas tardomanieristas, su «bella maniera

di far paesi», para, una vez «lasciato quello stento

fiammengo» —dirá Giulio Mancini—, acercarse

al vero, impulsado por el estímulo de Adam

Elsheimer, de Annibale Carracci o de Domenico

Zampieri. Para avanzar hacia la «perfecta imitazione

de “veri paesi”» y la representación de un

mundo natural ocupado por indicaciones «vedutistas

» y anotaciones arqueológicas fantasiosas o

topográficas, con horizontes más abiertos, valles

más amplios recorridos por caminantes de reducido

formato, enriquecidos con agradables escenas

de vida campestre y bañados con una la luz y un

color capaces de «ammorbidire il chiaroscuro

tagliente ed irrealistico della fase giovanile, modulando

i toni e avviandosi ad una rappresentazione

armonica dello scalare dei piani che tiene conto

dell valore dell’atmosfera»66.